La obra de Azorín es un mosaico de pequeñas teselas, nunca
mayores de dos folios. Y cada uno de sus libros es un puñado de teselas, y de
teselas que apenas encajan entre sí, que no se ajustan rigurosamente las unas a
las otras. Tanto si se trata de novelas –Salvadora
de Olbena, Doña Inés−, como si se trata de ensayos –Una hora de España, Al margen de los clásicos−, o si se trata de
libros de ciudades –Madrid, Valencia,
París−, todo es en realidad un género único: vagas teselas levemente trabadas.
Algunos libros los hizo él, pero muy pronto dejó que otros se los hicieran:
primero Ángel Cruz Rueda, luego José García Mercadal. Fervientes azorinianos que
rebuscaban en la Hemeroteca Municipal, copiaban −¡a mano!− artículos de
distintas épocas, ponían título al conjunto y se lo llevaban a Azorín. Azorín
lo aceptaba sin introducir alteración alguna, hacía un prólogo que era otra
vaporosa tesela, y el libro lo imprimía y luego lo distribuía intonso la
Biblioteca Nueva.
El último libro de Azorín –no lo tengo a mano y no voy a
comprobarlo− debe de ser Los recuadros.
A Azorín se le fueron muriendo todos los contemporáneos, y a cada muerte, el
ABC le pedía una pequeña nota necrológica. Azorín escribía una minúscula tesela,
de un azorinismo ya reduplicado –frases brevísimas que eran una aséptica
sucesión de anáforas−, y esas líneas se publicaban al día siguiente en un
recuadro. Es el origen del título, que probablemente no lo puso él, sino el compilador.
Tengo idea de que es su último libro, porque es de los primeros que Biblioteca
Nueva publicó en papel blanco y satinado, no en el parduzco y poroso con
editaba hasta entonces, y porque creo que acababa de salir cuando lo llevé a su
casa.
Cada vez que leo a Azorín –y estos días he releído varios
libros suyos− me le imagino recién levantado a las cuatro de la mañana, recién
dados los cuatro pasos que separaban su alcoba de la habitación en que
escribía, recién sentado y recién metido el folio en blanco en la máquina de
escribir. Y me imagino a continuación un gran silencio, el de la ciudad
dormida, el de la casa a oscuras, el del escritor que no sabe qué escribir. De
pronto –ha empezado hace días su libro París−
recuerda un puesto de fruta del mercado, y hace una pequeña tesela sobre el
puesto de fruta del mercado. Todo el aroma de las frutas pasa al folio. La
tesela acaba.
En todas las épocas de la historia habrá crisis –grandes,
como esta de ahora, o pequeñas; sociales o individuales−, y todas dejarán su
secuela de amargura, de angustia, de ansiedad. Esa es una de las razones por
las que Azorín será siempre un clásico, es decir, no perderá vigencia nunca. Siempre
estará ahí esa página que con su nitidez nos haga ignorarlo todo, y nos haga
revivir la intensidad que tuvo el aroma de unas frutas, varias décadas o varios
siglos atrás, en el puesto de un mercado de París.
Azorín, fotografía de
Alfonso, año 1948
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