Orfne y Górgira eran las ninfas del inframundo. Eran
hermanas y náyades, es decir, ninfas de río. Su río era el Aqueronte, que
desembocaba en el Hades. Todas las barcas que trataban de navegar por ese río
naufragaban, salvo la de Caronte que, esquivando las grandes rocas que
estrechaban el paso, transportaba en ella las almas de los que acababan de
morir. El río Aqueronte tenía dos afluentes, dos furiosos ríos de sangre, sin
ninfas que habitaran sus orillas. Eran el Pirflégeton y el Cocitós. Por sus
riberas vagaban los espectros de quienes habían perdido el rumbo que les
llevaba al infierno.
No se sabe qué función cumplían las ninfas Orfne y Górgira
en un río trágico e ineludible como el Aqueronte. Porque las demás náyades
velaban por la pureza y la transparencia de las aguas, pero las aguas del
Aqueronte –que etimológicamente significa el
río de la tragedia− eran oscuras y misteriosas: conducían al Hades, la
morada de los muertos.
Había pensado escribir un tercer libro sobre las ninfas, que
se titulara así, Las ninfas funerarias.
A diferencia de los dos anteriores, éste no tendría un acotamiento geográfico. Aunque,
en realidad, todos los cementerios forman un mismo y solo continente, bien es
verdad que un continente discontinuo, un territorio disperso por el mundo que
tiene una misma flora y una misma fauna: arbustos, crisantemos, sauces o cipreses
–depende de la latitud−, y escuadrones invisibles de himenópteros voraces.
En todo ese territorio disperso, en todo ese continente
discontinuo, hay ninfas que lloran sobre las tumbas. Mujeres desnudas de largas
cabelleras sollozan apoyadas en sepulcros de mármol. Sus túnicas de bronce
envuelven compasivas los míseros despojos. La mirada caída, las manos
suplicantes, los cuerpos desmayados. Recordad al ausente que tuvo vida un día. Nosotras
custodiamos su última memoria. Su núcleo mineral, su calavera monda, sus tibias
blanqueadas…
En fin. No es fácil saber por qué se rodean de ninfas las
tumbas. Quizá porque la lozanía de la juventud acentúa, por contraste, la lejanía
de los muertos. Sobre los muertos pasa el tiempo de prisa, y se convierten
pronto en muertos antiguos. Sin embargo las ninfas –éstas ninfas funerarias y
las ninfas que correteaban por los bosques griegos− viven en perpetua juventud.
Las ninfas funerarias tuvieron su época, que es la misma en
que las otras ninfas aparecieron, sonrientes, en las fachadas de las casas: la
época de entresiglos en que nace y muere el modernismo. Desde entonces no se ha
vuelto a hacer esa escultura sepulcral que convertía los viejos cementerios en
jardines románticos. Tampoco se hace ya poesía sepulcral, de tan honda
raigambre española. No se hacen plantos, ni endechas, ni epitafios, ni demás cantares que llantean la muerte, como
dice el preceptista medieval Alonso de Palencia. Pero nos ha quedado un puñado
de versos que son hermanos de esas imágenes de bronce que lloran su desconsuelo
sobre las tumbas. Y entre todos ellos, quizá, los del soneto XXV de Garcilaso:
…Cortaste el árbol con manos
dañosas,
y esparciste por tierra fruta y flores.
En poco espacio yacen mis amores
y toda la esperanza de mis cosas…
y esparciste por tierra fruta y flores.
En poco espacio yacen mis amores
y toda la esperanza de mis cosas…
El árbol fue la
amada y lo taló la muerte. Y en ese poco
espacio quedó inmóvil todo lo que ella fue. Dos bellas metáforas que
repetirán los poetas posteriores.
Pero creo que ese libro no lo voy a escribir.
Ninfa funeraria en la
Sacramental de San Isidro de Madrid
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