sábado, 8 de septiembre de 2012

PEMÁN


         Pemán era, para nosotros –un nosotros muy reducido, desde luego: los compañeros del colegio− el poeta garboso de Feria de Abril en Jerez,

…A menos negocio, mayor fantasía,
así son las cosas de esta Andalucía:
más sal que sustancia... ¡Feria de Jerez!
¡Rumbo y elegancia de esta raza vieja
que gasta diez duros en vino y almejas
vendiendo una cosa que no vale tres!

        Al Pemán dramaturgo, orador y articulista no le conocíamos, y probablemente no nos hubiera interesado demasiado. Pero nos llamaba la atención esa poesía con gracia andaluza en un personaje con aspecto de burócrata distinguido, o de ilustre jurisconsulto que no se quitaba nunca el traje y la pajarita. Sabíamos que vivía en Cádiz y que venía de cuando en cuando a Madrid. Y una tarde fui a verle.

          El recuerdo, ya lejano, está presidido por la penumbra. Penumbra en el portal de mármol, en el ascensor lentísimo de maderas nobles, en la escalera alfombrada, en la puerta solemne del tercer piso, en que sólo ponía PEMÁN en mayúsculas grabadas en bronce, y luego, después de que una sirvienta con cofia y delantal abriera la puerta, penumbra en el recibidor con un farolillo que iluminaba una Virgen o un santo –ya no me acuerdo bien−, y un poco más allá, casi a oscuras, un busto del escritor en terracota y un perchero descomunal.

          Creo que el despacho de Pemán comunicaba con aquel recibidor tenebroso, y también el despacho estaba en penumbra. A través de las contraventanas, casi cerradas, se veían unos cedros lánguidos y señoriales, y las gruesas columnas del Casón. No sé si se llegaba a ver la estatua de la reina María Cristina. No tuve valor para mirar despacio, porque todo resultaba sobrecogedor por lo majestuoso: la oscuridad, el silencio, las alfombras, los techos tan altos, los cedros y las columnas, los lienzos religiosos y literarios –en el despacho estaban Cervantes y Lope− y la sorpresa de encontrarse uno de pronto con un Pemán doble, en óleo y en persona a la vez, uno junto a otro.

          El escritor estaba sumergido en aquella penumbra del despacho y además a contraluz, así que tuve la sensación de que la visita la mantuve con el señor del óleo, que a ese sí le veía bien y es al que recuerdo, porque al escritor de carne y hueso sólo le veía el brillo de la calva y de cuando en cuando el brillo de las gafas. Pero hay algo de él de lo que sí me acuerdo bien, y es la simpatía inmediata con que me recibió, y luego su cordialidad desbordante y envolvente. La inmovilidad del escritor contrastaba con aquella actitud extraordinariamente afable, y yo me imaginaba que si no fuera por aquella inmovilidad, me habría enseñado la casa cuadro por cuadro y mueble por mueble, y me habría acompañado a la puerta para despedirme. Pero no se movió.

          La penumbra ha devorado por completo la conversación. Sólo recuerdo que fue breve, y que me hizo con mucha amabilidad algunas preguntas. Al pie de una fotografía suya escribió una cariñosa dedicatoria, en la que me llamaba “futuro Académico de las Letras”. De las letras no he sido, pero le he sucedido en la medalla que tuvo en la Academia de Jurisprudencia. Ha sido una curiosa coincidencia con aquella dedicatoria.

          En su última Navidad –la del año 1980− me mandó un bello poema escrito con letra insegura, un poema en que decía que ya todo se le había vuelto claridad, que había logrado entender las razones de las cosas humildes, que sin haber sido arrebatado sobre las nubes y sin haber oído las voces del más allá, su vida discurría en presencia de Dios, y que él también había conocido a Cristo, como los caminantes de Emaús, por la manera de partir el pan.

          Han pasado cuarenta años de aquella visita, y el otro día he vuelto a mirar, desde el otro lado, los dos balcones de su despacho. Esta placita intemporal, que no tiene nombre, sigue en silencio, con los gruesos cedros y la vecindad solemne de la Academia Española y los Jerónimos. Es un extraño reducto de intimidad y de sosiego en este Madrid bullicioso y vocinglero. 


Los dos balcones azulados del tercer piso corresponden, si no recuerdo mal, al despacho de JMP.

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