Hay
que detenerse a examinar la escena. Estamos en una exposición de pintura en una
galería madrileña. Digamos la fecha, aunque tiene poca importancia a estos
efectos: trece de septiembre de 2012. El pintor que expone sus cuadros no está
situado, triunfalmente, en la entrada, bajo los focos, saludando al público, sino
al fondo, en penumbra, y tiene en sus manos un violín. ¿Habrá algún otro gran
pintor que sea a la vez un buen
violinista? Bueno, sí, hay uno que viene enseguida a la memoria, Dominique Ingres,
el pintor francés que sintetiza asombrosamente lo clásico y lo romántico. El
violín de Ingres se ha convertido en el símbolo de una afición cultivada hasta
el virtuosismo. C'est mon violon d'Ingres,
dicen continuamente los franceses. Aquí deberíamos españolizar el modismo y
decir… que escribir, pintar, hacer fotografías… es mi violín de Alcorlo.
Pero
hay más. Alcorlo es un sutil degustador de poesía, y no sólo de poesía
española, sino también de poesía extranjera. Hace unos meses estaba sumergido
en la poesía de Walser. Mientras leía, iba haciendo dibujos en un cuaderno. El
arte, para Alcorlo, es una realidad única, además de ser su elemento, en el que
respira, piensa, habla, vive. Pasa de la poesía a la pintura, de la pintura a
la música, de la música a la poesía. Él mismo escribe poemas. Los escribe con
su cuidada caligrafía de pintor sobre papeles verjurados de color crema y los
envía por correo a los amigos.
Se asoma el mirlo, y trata
de dilucidar porquéses,
y eran tantos,
que se asombra,
se cuelga del alféizar, se interroga,
dice en uno de ellos. Este no es un mirlo cualquiera, porque luego
sabemos por el mismo poema que el mirlo admira la música de Olivier Messiaen, y
que le gusta cantar con el fondo de los cuadros de Leonardo. En definitiva: que
es un mirlo blanco.
Pero volvamos a la
escena. Estamos en una exposición de pintura en una galería madrileña. El
pintor, Alcorlo, está interpretando a Bach. Es una partita para violín solo. El
arco sube y baja, como un pincel, sobre el fondo de uno de sus cuadros, como si
volviera a pintarlos, ahora con música. El color y la melodía se funden. Son lo
mismo. Música y pintura se convierten, por obra de Alcorlo, en sola cosa: el
arte.
Mirlo transfigurado,
creador de cadencias infinitas,
dedica su tiempo
a alzar el esplendor
del cromatismo sonoro,
dice también el poema. Ahí está la clave: cromatismo sonoro. Color y
melodía fundidos. El arte sin parcelas.
Pero volvamos otra
vez a la escena. ¿Qué cuadros son éstos? Una mujer joven, de espaldas, reposa
en un banco y contempla un parque en silencio. Otra mujer, esta mayor, borda,
también en silencio, mientras un gato mira, sereno, al lado, en su cesto. Unos
funambulistas avanzan, en lo alto, sobre un cable. Gran silencio. Ha parado el
redoble del tambor. Unos corredores compiten, dando grandes zancadas. El propio
pintor, de perfil, dialoga con un gesto, frente a un bosque de Kyoto…
Sumidas en el silencio,
las figuras no están inmóviles, hieráticas, sino que están en movimiento
–miran, bordan, saltan, andan sobre un cable, corren, charlan−, como si
hubiesen sido sorprendidas en un movimiento de baile, y la gracilidad de sus
gestos hubiese quedado inmovilizada en el lienzo. Las figuras de Alcorlo viven
en una música callada. Porque el silencio de sus cuadros es también una música,
quizá la más bella.
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