martes, 11 de septiembre de 2012

UN MISMO DÍA


        Más que la coincidencia en el nacimiento impresiona la coincidencia en la muerte. Porque nacemos igual, pero morimos distinto. La muerte es un acto personal que sorprende –sorprende siempre− en edad y circunstancia diversa. Cuando murió Azorín, el día tres de marzo de 1967, murió Miguel Parejo Nieto, mayoral de la Plaza de Toros de Madrid. Miguel Parejo Nieto no sabía leer ni escribir, y su vida, desde que era niño, la pasó en los toriles, entre el olor acre de toros y cabestros, y el aroma a campo de la cebada y la avena que él mismo echaba en los comederos. Miguel Parejo Nieto se asomaba a su mundo –que era el albero, el redondel− a través del callejón y la puerta de arrastre, y de todo lo demás, que no era su mundo, se abstenía. Cuando murió Azorín y murió Miguel Parejo Nieto, murió también el niño Ignacio Sáenz Regalado, de dos años. En la esquela figuran sus padres, sus abuelos, una bisabuela y las dos niñeras que le cuidaron en los últimos días. También murió José Luis García Enríquez, que tenía veinticinco años y era perito agrícola. Se iba a casar con su novia, que se llamaba Cayetana y la llamaban Tana.

         Ayer encontré algo que creía perdido desde hace mucho tiempo: las fotografías que hice en el entierro de Azorín. Yo tenía trece años y fui al entierro con una máquina fotográfica. Me dejaron subir a la casa, pero no me atreví a hacer fotos. Presencié unas ceremonias silenciosas que se desarrollaron ante el féretro. El féretro estaba en un pequeño cuarto sin ventanas, iluminado por una lámpara de techo. Las fotografías las hice en la calle. Ni en la calle ni en la casa reconocí a nadie. He tenido que mirar los periódicos de entonces para saber quién estuvo. Estuvieron tres ministros, varios alcaldes y gobernadores civiles, y la corporación municipal de Madrid en pleno, precedida por maceros. En cabeza de la comitiva iba un coche con dieciocho coronas. Guardias municipales con uniforme de gala escoltaban la carroza fúnebre.

          Mientras la multitud avanzaba trabajosamente por la carrera de San Jerónimo para despedir a Azorín, sacaban de la Plaza de las Ventas el cadáver de Miguel Parejo Nieto, camino del cementerio del Este, y de su casa de la calle de O’Donnell al niño Ignacio Sáenz Regalado. Cuando llegaron, al mismo tiempo, a la sacramental de San Isidro, Azorín y José Luis García Enríquez, nadie pensó que habían quedado unidas por la muerte dos vidas tan distintas, que cuando terminaba una empezaba la otra. 


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