En estos primeros días de otoño es cuando mejor cantan los
grillos. Al revés que las cigarras, que sólo cantan −¿cantan realmente, o sierran?−
cuando quema el sol las copas de los árboles a donde se encaraman. Entonces
empiezan todas a la vez, como si hubieran oído un despertador que les anunciara
la hora más caliente, que para ellas es la hora de la felicidad, esa hora de
silencio que disfrutan rompiendo con su estrépito. Pero los grillos son otra
cosa. Los grillos deciden cada cual cuándo canta. Si cantan a la vez es pura
coincidencia. Se asoma el grillo al borde de su cueva, olfatea el aire, y si es
tibio, canta. Levanta el violín a un lado, el arco al otro, y empieza la
interpretación. Los grillos son consumados instrumentistas. Decimos que cantan
por una perezosa metáfora, pero en realidad tocan. Son los paganinis de la
grama, y sobre todo –esa es su mayor felicidad− del césped recién regado. Además,
los grillos no cantan para romper el silencio, sino que cantan –tocan− porque
piensan que su música es precisamente la melodía del atardecer, la que mejor le
va a la puesta de sol, al color rojo del horizonte, a la aparición de las
primeras estrellas del cielo que todavía es azul.
Algún día se descubrirá que los grillos cantan cuando ven
aparecer las primeras estrellas. Porque que a los grillos lo que les gusta, por
lo que sienten vocación, es por acompañar el brillo intermitente de las
estrellas que asoman al atardecer. Igual que esos modestos pianistas que sacrifican
su carrera por acompañar a las cantantes famosas –estoy pensando en Miguel
Zanetti y Victoria de los Ángeles, porque son los únicos a los que he conocido
personalmente−. Los grillos no dudan de que la famosa es la estrella, y ellos son
sólo los humildes intérpretes de la música ambiental.
Se puede comprobar cualquier tarde en el campo. El cielo
está aún azul. Una luna casi traslúcida, como un encaje que dejara entrever el
cielo, aparece ya en lo alto. Al rato empieza la luz intermitente de una
estrella. Luego otra, y otra, y otra. A medida que el cielo se oscurece, el
brillo de las estrellas se va haciendo más firme. Los grillos empiezan a
cantar. Ha llegado la hora de su función.
¿Cómo pueden imaginar que acompasan su música al despliegue
grandioso de la bóveda celeste? ¿Cómo pueden creer que son los ilustradores
musicales del cosmos? Las estrellas son inmensas, muchas de ellas mayores que
el sol, y ellos son unos insectos minúsculos que están expuestos al pisotón de
cualquier caminante o a la voracidad de cualquier pájaro. Pero no están equivocados.
El grillo es más importante que la estrella. Porque el grillo está vivo, y la
estrella no. Y la vida es mucho más importante, mucho más valiosa, que la
existencia inerte de la materia, por muy grande y luminosa que sea. Las
magnitudes confunden. La relación de los grillos con las estrellas nos resulta
muy útil. Porque muchas noches nos sentimos anonadados ante la infinitud del universo.
Pensado que toda la soberbia de la humanidad –y toda la importancia que nos
damos cada uno de sus individuos− es pura fantasía. Y no es así. Somos, al
menos, tanto como los grillos. Y no es poco.
Amapolas y gramíneas silvestres sobre el canto de los grillos. |
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