En las ciudades europeas, las ninfas están tan presentes
como en los bosques y los arroyos de la Arcadia o la Tracia. Presentes y
ocultas a la vez. Puede que al principio pasen inadvertidas, pero con un poco
de atención se encuentran sus rostros discretamente asomados a las fachadas en
penumbra. Hace unos días, paseando por Vigo y por Pontevedra, encontré estas
dos ninfas bellísimas. El modernismo gallego es más sobrio que el mediterráneo.
Predomina en él la decoración geométrica sobre la floral. Pero aún así, asoman
a veces a las fachadas los rostros sonrientes de las ninfas.
Se han publicado estos días las Nouvelles orientales de Marguerite Yourcenar. Se han publicado en
disco, porque el libro es antiguo, de 1938, aunque la autora no cesó de
reelaborarlo a lo largo de las décadas. Lee los relatos Christian Gonon, un
actor de la Comedie Française. Sí, el
lector se acordará de Rilke, ¡nunca por
recitadores profesionales!. Pero así como, oída en nuestra propia lengua,
la voz de los recitadores profesionales resulta engolada y grandilocuente,
cuando se trata de un extranjero lo que se percibe es la claridad de la
expresión. Y eso pasa con las nouvelles
leídas por Gonon. Es un francés casi deletreado, del que sale todo el dulce jugo
de ese idioma.
Las nouvelles
orientales de Yourcenar son obras de segunda mano. La autora ha reelaborado
con libertad fábulas y leyendas chinas, indias, japonesas y búlgaras. Pero uno –sólo
uno− de los relatos es completamente original: Nuestra Señora de las Golondrinas.
Este relato es una preciosa lección de tolerancia religiosa.
Más aún que de tolerancia: de fraternidad religiosa. El monje Therapion vivía
en Grecia y se irritaba con el paganismo de los cristianos. Sí, claro, adoraban
a Cristo, veneraban a la Virgen y a los santos… pero sentían una irresistible
simpatía por las ninfas. Creían ciegamente que junto a cada árbol vivía una
ninfa que lo protegía, que cada arroyo tenía una ninfa que cuidaba de la
transparencia de sus aguas, que cada animal del establo –oveja, cabra, vaca−
llevaba a su lado una ninfa que velaba por su salud. Y de cuando en cuando,
compadecidos del esfuerzo diario de las ninfas, les dejaban, al anochecer, una
escudilla de leche para que cogieran fuerzas.
El monje Therapion no lo podía soportar. Si él mismo no
hubiera creído en la existencia de las ninfas, ese vestigio de paganismo de sus
feligreses le habría importado menos. Pero no: él también veía las ninfas, las
veía cada vez que fijaba la atención en su paseo por el bosque, y las odiaba.
Decidió talar todos los árboles, y cuando las ninfas, entre lágrimas, se
refugiaron en una cueva, tapió la cueva con el muro de una ermita que mandó
construir. Los sollozos de las ninfas eran sonrisas en el rostro satisfecho de
Therapion.
Pero esa misma tarde, cuando más débil era el llanto de las
ninfas y más firme el rezo de Therapion, apareció una mujer muy joven que tenía
la gravedad de una anciana y la dulzura
de una flor. Saludó al monje y supo por él a qué esperaba mientras rezaba
en la ermita.
−¿Y quién te dice que la paz de Dios no se extiende también
a las ninfas? –le replicó la mujer joven−. ¿No sabes que en tiempos de la
Creación, Dios olvidó dar alas a ciertos ángeles, que cayeron en la tierra y se
instalaron en los bosques?
La joven entró en la gruta y habló con las ninfas en una
lengua desconocida. Al salir de allí, en su vestido se habían alojado cientos
de golondrinas, que salieron volando. Desde entonces, la ermita se llamó Nuestra Señora de las Golondrinas.
Al ver ahora las ninfas gallegas, pienso que algunas de
aquellas criaturas encerradas en la gruta se volvieron golondrinas, pero otras quisieron
conocer otro mar, y se vinieron aquí, y se quedaron prendidas, en piedra, de
las fachadas.
Calle Policarpo Sanz, Vigo.
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Plaza de la Peregrina, Pontevedra. |
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