No sé por qué razón, cuando Amiel escribía, en francés, su
diario, para expresar su idea de que el paisaje es un estado de ánimo, recurrió
al alemán: jedes Landschaftsbild
ist ein Seelenzustand. El poeta Georges Rodenbach, que probablemente no
leyó a Amiel, y si lo leyó, no leyó esa frase, porque apareció más tarde,
cuando se editó íntegramente el diario –y entonces Rodenbach ya había
desaparecido−, escribió en su novela Brujas la muerta, que toda ciudad
es un estado de ánimo, toute cité est un état d'âme. Aunque la idea parece ser la
misma, en el fondo estaban pensando todo lo contrario: lo que quería decir
Amiel es que nuestra percepción del paisaje depende del estado de ánimo con que
lo contemplemos. Y Rodenbach consideraba que las ciudades tienen un tono, un
ambiente, que se nos impone, y que domina nuestro estado de ánimo. Por eso la
frase de Rodenbach sigue así: Toute cité
est un état d'âme, et d'y séjourner à peine, cet état d'âme se communique, se
propage à nous en un fluide qui s'inocule et qu'on incorpore avec la nuance de
l'air. Esa es la razón por la que el protagonista de la novela, Hugo Viane,
que acaba de enviudar, se vaya a Brujas, ciudad silenciosa y melancólica, y
allí encuentre el entorno que necesitaba. “Esa doliente Brujas fue su hermana”,
escribe el narrador. “¡Cómo se atraviesan recíprocamente el alma y las cosas! –añade−.
Nosotros penetramos en ellas y ellas en nosotros”.
Me he propuesto ensayar una tercera vía: no ver el
paisaje madrileño desde mi estado de ánimo –porque sería una catástrofe−, ni
dejar que sea la ciudad quien me transmita su ambiente –cosa por lo demás
imposible, porque Madrid es, en el mejor sentido, una ciudad sin cualidades,
como el personaje de Böll, una ciudad inodora, incolora e insípida, como el agua,
y esa es la mayor virtud de una y de otra−, sino convencerme de que Madrid es el
mejor lugar de veraneo. Imaginar que he descubierto esa dimensión oculta de la
ciudad que todo el mundo ignora. Y, como es natural, una vez hecho el
descubrimiento, silenciarlo absolutamente, porque la ausencia de la multitud
contribuye a esa condición veraniega de Madrid; y si se supiera, si todo el
mundo estuviera al tanto de que es así, nadie saldría de aquí en agosto, y la
ciudad dejaría de ser lo que he descubierto.
Para convencerme del todo, tengo que ir precisando
poco a poco dónde están esos indicios que hacen de Madrid el lugar ideal para
pasar el verano. Por ahora he encontrado la alegría de este sol que tanto
añoran los nórdicos. También ese rumor, como de oleaje, que hacen los coches al
ritmo de los semáforos. No he encontrado muchos indicios más −por ahora−, pero
en todo caso ruego al lector que me guarde el secreto.
Madrid en verano
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