A principios de los años sesenta apareció por Toledo un pintor suizo, alto y rubio, que decía estar harto
de los verdes valles de su país y sentir gran entusiasmo por la seca llanura
castellana. Los toledanos de aquella época, menos viajados que los de ésta y
sin televisión, pensaron sin duda, oyendo a Aroldo, que aquellas tierras
centroeuropeas eran un lugar desolado y tristísimo.
Quizá por facilitar la pronunciación a los españoles, aquel
pintor dijo llamarse Aroldo, y como Aroldo firmaba sus cuadros. Los cuadros de
Aroldo eran entre metafísicos y geométricos, y solían representar unos objetos
inexistentes de brillos metálicos que flotaban sobre un fondo liso,
generalmente blanco. Esos cuadros poco tenían que ver, no ya con el paisaje
toledano que parecía inspirarle, sino con el paisaje suizo o con cualquier otro
paisaje terrestre. Eran cuadros más bien de ambiente lunar.
Aroldo se llamaba en realidad, como muy pocos llegaron a
saber, Harold Gamper-Fischer. Yo le recuerdo vagamente, pero sí recuerdo con
gran nitidez al galgo negro que llevaba siempre consigo, y que guardaba en la
altura y la delgadez una gran semejanza con su dueño, una semejanza que se
extendía también a los movimientos, esos movimientos como de muñeco articulado
que tienen los seres demasiado escuálidos y huesudos. El galgo negro llevaba un
collar muy ancho de cuero rojo. A Aroldo creo que sólo le vi una vez, en mi
casa de Madrid, pero me imagino muy bien la escena en la que le recuerdan los
toledanos: cruzando la plaza de Zocodover a primera hora de la tarde, en
agosto, con sombrero de fieltro, sonriendo de satisfacción bajo el sol
abrasador, y con el galgo caminando lentamente a su lado. Aroldo solía llevar
una capa negra y larga de lana, pero supongo que en agosto no la llevaría. El
galgo –que era galga− se llamaba Brujas,
probablemente por un error gramatical, y no por la ciudad belga, que nada tenía
que ver con el dueño.
Aroldo se integró inmediatamente en la mortecina bohemia
pictórica toledana, muy dada también a lo metafísico por entonces, y en la que
el pintor suizo tuvo de inmediato gran autoridad. Encabezó algunas exposiciones
colectivas en la única galería de arte que existía en Toledo.
Bastantes años más tarde, cuando se planteó la inclusión de
la ciudad en la lista del Patrimonio de la Humanidad, Aroldo, llamándose a sí
mismo, con toda razón y derecho, “toledano de vocación”, escribió un bello
artículo con un título aún más bello, en el que invertía los términos de la
declaración proyectada: Toledo, humanidad
de un patrimonio. Porque era importante, sostenía Aroldo, que Toledo adquiriese
ese rango de patrimonio de la humanidad, pero era más importante aún que
conservase la humanidad de su patrimonio. Y alertaba de los muchos peligros que
corría la ciudad –peligros que, con el tiempo, dejarían de serlo para
convertirse en realidad visible−: el despoblamiento del casco histórico y su consiguiente
conversión en una ciudad fantasmal, sin voces ni luces, el derribo de
construcciones históricas, la rehabilitación de casas con desbocada fantasía
historicista…
Unos años más tarde, Aroldo, después de haber vivido un
cuarto de siglo en Toledo, se fue. La ciudad tiene mala memoria para sus
moradores ilustres, y más si son extranjeros. Pero el recuerdo de Aroldo, de su
estampa exótica –el sombrero, el galgo, la capa− que casi se convirtió en
vernácula, de su entusiasmo por la llanura –él había nacido en una ladera vertical
de los Alpes, al pie del lago Leman−, de su defensa de lo humano frente a lo
patrimonial de esa ciudad que consideró suya, su recuerdo, digo, debe quedar
grabado en algún lado, y si no es en una placa, que al menos sea en la memoria.
Zocodover, tal como era por entonces
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Aroldo falleció el 27 de Diciembre del 2012 a la edad de 71 años en la población de Berja. Almería.
ResponderEliminarA Nosotros nos queda su recuerdo, su aportación artística,así como su compromiso ecológico y ciudadano.
D.E.P.
Hizo una gran labor. Con pipa en la boca y bicicleta roja se le veía pasar por las calles de Berja. Era un solitario, un niño grande, muy grande. Cuando algo le contrariaba solía decir aquello de ¡Será posible! Esa coletilla suya nos hacía sonreir.
ResponderEliminarTe echaremos de menos Aroldo.
Aquí en toledo donde vivió parte de su dilatada vida artística, apenas se le recuerda; ni una mención, ni un artículo, ni una reseña, ni siquiera una nota de agradecimiento a este artista que tanto dio a toledo... en toledo (tristemente) nunca pasa nada.
ResponderEliminarfs
en toledo (tristemente) nunca pasa nada.
ResponderEliminarfs
Muchas gracias por escribir este artículo de Aroldo. Me ha dado mucha alegría encontrarme con esta página.
ResponderEliminarYo era pequeña pero le recuerdo perfectamente. Apareció aquí en Totanés un verano allá en los años sesenta, era moreno y muy alto, se desplazaba de un sitio a otro en una borriquita blanca pequeña y sus piernas casi llegaban al suelo.
Bohemio y obviamente su pensamiento mucho más adelantado que aquel Totanés de los años sesenta, se presentó con su novia Margarita, igualmente alta, guapa, simpática y muy rubia, la cual, no hablaba ni una sola palabra en español.
Y aquí se alojaron, en una casita pequeña de este humilde y sencillo pueblo donde pasaron un caluroso y delicioso verano. Esta luz clara de Totanés ilumino los lienzos de Aroldo en aquella época, por cierto, me encantaría saber donde se encuentran y poder verlos…
Mi admiración hacia él, fue como consecuencia de su amistad con mi padre.
Gracias, Marichu por tu comentario. Aroldo fue también amigo de mi padre que, por cierto, fue médico de Totanés. Fue su primer destino después de acabada la carrera. Un saludo afectuoso, Antonio
ResponderEliminarAntonio Pau! Efectivamente, yo no llegué a conocer a tu padre y si lo conocí era tan pequeña que ya no lo recuerdo, pero he oído hablar del “médico Antonio Pau” muchísimo, una barbaridad. Creo que nuestros padres también fueron amigos.
ResponderEliminarRecibe un fuerte saludo, Marichu.
Me alegra mucho lo que dices. Si no te importa mándame un correo a antonio-pau@hotmail.com.
EliminarGracias,
Antonio