No se puede salir a la calle. Estos primeros días de agosto
son siempre los más agresivos. Arden las aceras, y entra por las ventanas un
aire denso, casi sólido, un aire gordo, grueso, compacto. Agosto es una
capitulación. En julio la vida sigue a pesar del calor, pero agosto es una
rendición sin condiciones. Se deja que el calor, que asediaba la ciudad, la
conquiste. Los asediados se rinden, se alejan, se van a otro lado. A mediados de
mes la cosa cambia, pero sólo unas horas. Hacia el día de la Asunción es como
si tocara la ciudad un dedo del otoño. El otoño está aún lejos, pero alarga la
mano y nos toca con su dedo gris. El cielo se cubre de nubes y refresca. Pero
enseguida se desvanece la suave caricia del dedo gris.
No se puede salir, y aunque se pudiera, sería inútil. No hay
vida alrededor. La única presencia en la ciudad es la del calor, un calor
triunfante, pletórico, avasallador. Un calor que ha logrado echar a todos,
salvo a unos pocos que nos hemos quedado agazapados en habitaciones penumbra,
con las persianas bajadas y las ventanas entreabiertas, tratando inútilmente de
que se mueva el aire.
Si no se puede salir, ¿qué se puede contar? ¿Qué hay de
memorable entre cuatro paredes? Pero me he acordado de pronto de los bodegones.
Los bodegones son un género de interior. Y si los pintores pueden coger cuatro
frutas y tres hortalizas y pintarlas, ¿por qué no se va a poder escribirlas?
He ido por las habitaciones y he vuelto con unas cuantas
cosas que he colocado sobre la mesa. Voy a escribir un bodegón.
Además de las cosas habituales, los bodegones, para tener un
mínimo mensaje, han incorporado siempre algún símbolo del tiempo. Pero no he
encontrado en toda la casa ni una calavera, ni un reloj de arena, ni una vela.
Sólo he encontrado un despertador.
Una vez ordenadas las cosas, ha resultado un pequeño
escenario intemporal. El florero, de cristal transparente, trata de imitar los
jarrones de cristal tallado de Bohemia, pero no está hecho a mano, sino con
molde, no tiene las aristas afiladas y brillantes, sino redondeadas y mates. Es
un florero más bien triste. Pero más tristes son las rosas marchitas que salen
de él, unas rosas rígidas que miran tozudamente hacia abajo. Conservan el mismo
color que tuvieron, pero ha cambiado el matiz. Los pétalos han perdido la
tersura, y al contraerse, el rojo se ha llenado de sombra. Los sépalos se han
erizado alocadamente, y dejan ver la base amarillenta de la corola, que antes cubrían
con pudor. Cuanto más miro estas rosas marchitas más cercano veo el rostro de
una mujer que fue bella. Pero quizá no deba hablar en pasado: siguen siendo
bellas estas rosas y la mujer que evocan. Es una belleza distinta, una belleza
por la que el tiempo ha dejado su rastro. No sé cómo decirlo: es una belleza
transida de tiempo, una belleza transcurrida, una belleza con una dimensión que
la lozanía no tiene.
Junto al jarrón de rosas hay un libro delgado, encuadernado
en pergamino, sin título en la cubierta. Sobre el libro hay una pluma
estilográfica. Es una pluma verde con estrías negras. Del contenido de ese
libro hablaré el martes; ahora, formando parte del bodegón, es sólo un objeto. La
pluma no tiene tinta, naturalmente. ¿Quién escribe hoy con pluma?
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