Hay cosas que tienen una especial relevancia entre las
demás. Cosas de mayor dignidad, de mayor elegancia, de mayor sentido. Madariaga
decía que se debería usar, para referirse a ellas, la palabra procosas, igual que llamamos prohombres a quienes han destacado entre
sus semejantes. La cuestión es muy subjetiva, como todo lo que se refiere a las
preferencias. Yo tengo predilección por las ermitas. Claro, las catedrales son
más solemnes, más importantes, más valiosas. Pero yo prefiero una ermita perdida
en mitad de un bosque. Como esta de la fotografía. Es la ermita de Santa Marta.
Se construyó en el siglo XVI. Está en el concejo de Cangas, en la provincia de
Pontevedra. Hice la fotografía el miércoles pasado. Todavía era temprano, y las
nieblas empezaban a alzarse de los árboles. Aún quedaban algunos jirones, casi
transparentes, entre los troncos. Luego salió el sol.
No cabe una arquitectura más
elemental. Una piedra sobre otra, perfectamente encajada, y una cubierta de
tejas rojas, como las casas del lugar. No tiene ventanas. La ermita está
siempre cerrada, salvo un solo día del año: el 29 de julio, festividad de Santa
Marta. Santa Marta es la patrona de las sirvientas, de las cocineras, de las
amas de casa −¿sigue existiendo esta expresión, o se considera ofensiva o discriminatoria? −, de los
hoteleros, de todos los que acogen a los que van de paso. Porque Marta –Santa
Marta− era la hermana hacendosa y servicial de aquella familia humilde de
Betania.
Pero me he desviado del asunto de
las ermitas. ¿Cómo es posible que, siendo construcciones tan simples, y estando
siempre cerradas, su repentina aparición en mitad del campo produzca tanta
alegría? Probablemente porque las ermitas tienen alma. Tienen un alma antigua y
simple. Las ermitas las han hecho las gentes del pueblo, gentes indoctas que
sólo saben construir poniendo piedra sobre piedra y cubriendo las paredes como
cubren sus propias casas. Pero las han hecho con entusiasmo y con devoción. Eso
se nota. No hay ermitas ostentosas o presuntuosas. Son todas de una sencillez
conmovedora. No hemos aprendido la lección de las ermitas: la austeridad es más
elegante que la opulencia, la sencillez es más expresiva que la prolijidad.
Corruptio optimi pessima. Hay pocas cosas más tristes que las
ermitas a las que han cambiado su destino. Porque entonces las ermitas se
quedan sin alma, y son como un cuerpo sin vida. Se traiciona además a quienes
las construyeron. Es verdad que ya no están, que son gentes muy remotas, de
siglos muy antiguos, pero ellos son los autores, a ellos les debemos que las
ermitas existan, ellos cargaron con las piedras al terminar una larga jornada
de trabajo, poniendo en común el esfuerzo con todos los vecinos.
No lejos de esta ermita, en mitad
del pueblo, hay otra ermita. Esta es más tardía. Pertenecía al hospital del
pueblo, que se construyó en el siglo XVIII. Ahora es una sala de exposiciones. Tiene
el horario de apertura anunciado en la puerta: varias horas de mañana y varias
de tarde. Es verdad que en esta se puede entrar cualquier día, y en la otra no.
Pero es preferible el misterio que rodea la otra. Esta se ha quedado sin alma.
Ermita
de Santa Marta
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