Hace unos
años, por estas mismas fechas de finales de agosto, y después de pasear varias
horas sin rumbo por las calles de Osnabrück, me senté en un banco en el que
había un señor vestido de oscuro que parecía refugiarse también de las altas
temperaturas en el frescor del parque. Nos saludamos, y enseguida me dijo, como
si tuviera que conocerle por la notoriedad de su profesión:
− Soy el Turmbläser de Münster.
No le entendí,
pero enseguida imaginé que era un profesor de la Orquesta Filarmónica, que
entre concierto y concierto se daba un paseo por la ciudad vecina. La edad ya
madura, el traje oscuro, la chalina, la melena gris muy semejante a la de los
músicos alemanes del siglo XIX y la delicadeza de sus movimientos y de su voz
me hizo pensar que era un instrumentista famoso, y que por eso debía conocerle.
Lo de Turmbläser parecía referirse instrumento
de viento, pero al principio no me atreví a preguntar de qué instrumento se
trataba. Seguimos un rato hablando y al final me decidí a hacer la pregunta.
−Tiene ciento
quince metros de altura y seiscientos años −dijo.
No insistí
más. Le dije que yo también estaba viviendo en Münster, en una residencia
universitaria. Me ofreció llevarme de vuelta a la ciudad. Ya estaba
oscureciendo, y tenía que volver al trabajo, dijo. Allí al lado, atado a un
árbol del parque, había un tándem.
−Me preguntan
por qué tengo un tándem siendo soltero. Si tuviera un coche grande no me lo
preguntarían. Ya ve usted para lo que sirve: le puedo llevar a usted a Münster.
Entre Osnabrück
y Münster hay unos sesenta kilómetros de autopista que recorrimos por el arcén.
Todo el viaje estuve recordando sus últimas palabras, “le puedo llevar a usted
a Münster”, porque quien hacía todo el esfuerzo del transporte –al menos del
mío− era yo mismo. Empecé a pensar si no habría caído en manos de un
desequilibrado –la suposición de que se trataba un músico famoso se había
desvanecido− y si tendría dificultades para librarme de él. El viaje resultó
inacabable. Hacía mucho calor.
Cruzamos las
calles de Münster a la misma velocidad a la que habíamos pedaleado por la
autopista. El Alter Steinweg, estrecho
y empedrado, en que los estudiantes beben cerveza en la calzada –no pueden
hacerlo en otro lado, porque es un callejón sin aceras y en las tascas apenas
caben los bidones y el mostrador− lo recorrió sorteando todos los obstáculos
sin detener la marcha. Sólo paró al llegar a la torre gótica de San Lamberto.
−Aquí es. Suba
usted conmigo para ver la ciudad desde lo alto.
El
aturdimiento de aquel viaje tan inesperado me impidió considerar con calma la
invitación. Me vi de pronto en una plataforma muy estrecha que iba ascendiendo
al girar una manivela. La subida por la torre de San Lamberto parecía más peligrosa
que el viaje. Pero si las cuerdas y poleas medievales seguían en uso es porque eran
seguras. Traté de convencerme. El abismo bajo nuestros pies era cada vez más
hondo. La débil luz de la entrada era cada vez más remota. En su lenta subida,
la plataforma de madera daba de vez en cuando un salto hacia atrás y caía
bruscamente un palmo sobre el vacío.
Al llegar a lo
algo y girar la llave en la cerradura sonó un ruido ronco, ancestral, como un
eco que llegara desde muchos siglos atrás a través de un túnel. Al otro lado
estaba su casa: una sola habitación, la más alta de la ciudad, con cuatro
ventanas ojivales, una en cada costado. Entonces me explicó su profesión.
El primer Turmbläser había sido nombrado en el año
1379. Desde lo alto de la torre de San Lamberto tenía que avisar de los
incendios que se produjeran dentro de la ciudad y de la aproximación de tropas
enemigas. Allí arriba tenía una perspectiva que abarcaba toda la comarca. Y allí
debía vivir y dormir. El trabajo no admitía distracciones. Anunciaba el peligro
tocando un largo cuerno de antílope. Con el paso de los siglos, la función del Turmbläser fue en aumento. Le
encomendaron el orden público. Desde la torre veía todas las calles y plazas, y
desde allí podía alertar de las algaradas.
En estos
tiempos la labor del Turmbläser era
casi simbólica. Tenía que tocar las horas enteras y las medias de las nueve a
las doce. Sólo por las noches. Los martes libraba. Otros Turmbläser habían vivido en casas de la ciudad, pero él había
preferido quedarse a vivir en la torre. Miraba de cuando en cuando el reloj
mientras me iba dando las explicaciones. De pronto se interrumpió, abrió una de
las ventanas y tocó las nueve. La ciudad estaba en silencio. Se oyó –casi se
vio, por la densidad del silencio− como el grave bufido del cuerno se extendía
por la ciudad y se perdía por los bosques que la rodean.
Al despedirme,
señaló la plataforma con la manivela y luego un círculo negro en el que se
adivinaba el final de una escalera de caracol. Los peldaños eran altos y muy estrechos.
No había luces ni ventanas. Palpando las paredes curvas y el techo inclinado empecé
un descenso que parecía no acabar nunca.
Cuando al fin llegué,
mareado, a la calle, varios chicos y chicas reían sentados en un portal. Noté
el sabor a limón de un pedacito de bollo que había tomado en la torre. Eso me
confirmó que había sido real lo que había vivido desde que me senté en un
parque de Osnabrück junto a un señor vestido de oscuro.
Iglesia de San Lamberto. Münster.
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