El libro encuadernado en pergamino que, junto al florero de
rosas marchitas, formaba parte del bodegón que escribí el sábado, se llama Rhetórica, y tiene uno de esos
subtítulos enlazados tan habituales en los siglos XVIII y XIX: …Lucidada con exemplos castellanos y latinos.
Su autor es Joseph Hernánz, escritor absolutamente desconocido por dos razones:
porque éste es su único libro, y porque este libro único es una obra
manuscrita.
¿Por qué se tomó el desconocido Joseph Hernánz la molestia
de escribir cien hojas con cuidadísima caligrafía, encuadernarlas luego, y desprenderse
inmediatamente del libro? ¿Qué mueve a un autor a escribir un libro que se
reduce a un solo ejemplar?
Es imposible saber las respuestas, pero resulta simpática la
figura de este Joseph Hernánz, un erudito del siglo de las luces, amante de la
retórica y desdeñoso de la fama. Iría por los salones literarios con la cara
empolvada y con peluca gris, sonriendo amablemente y conquistando a las mujeres
con anáfrasis, epífrasis, silepsis y epanadiplosis.
A Joseph Hernánz y sus colegas de finales del siglo XVIII,
la ciencia que cultivaban se les empezaba a deshacer entre las manos. Muy
pronto llegarán los románticos, que acabarán definitivamente con ella. Los
últimos ilustrados creían aún que la obra literaria era cosa de combinar con
habilidad las figuras retóricas (una metáfora aquí, una metonimia allá, una
sinécdoque acullá), pero los primeros románticos se dieron cuenta enseguida que
las cosas son así. La expresión literaria –como la coloquial− fluye por sí
sola. El poeta no necesita saber lo que es una antanaclasis para hacer un buen
poema, como el campesino no necesita saber qué es un complemento directo para
explicar cómo ha ido la cosecha de este año.
Pero la retórica, que no está en el anverso del lenguaje –ni
en el del poeta ni en el del campesino− está sin embargo en el reverso: sin
saberlo, todos usamos a diario hipérbatos, símiles, litotes y tautologías. Las
figuras retóricas son como el dibujo del habla cotidiana, un dibujo que, como
el del tapiz, aparece con toda nitidez al darlo la vuelta. Es un dibujo que
pasa inadvertido, pero que se reconoce con ese instrumento sutil que es la
retórica.
Hay pocas cosas más apasionantes que un tratado de retórica.
También hay pocas cosas más inútiles. Distinguir una imprecación de una
deprecación, o una prosopografía de una pragmatografía produce una gran satisfacción,
pero es una satisfacción estéril. La retórica no lleva a ningún lado. Aunque, en
el fondo, ¿por qué ha de medirse todo por el rasero de la utilidad?
Cuide el lector de no adentrarse en el mundo de la retórica,
porque puede quedar enredado en él durante mucho tiempo. Y de la retórica pasará
insensiblemente a las Retóricas, sugestivos
tratados de una ciencia volátil.
Para quien, no sólo ha caído en la trampa de la retórica,
sino que ha coleccionado Retóricas a
lo largo de los años, tener esta obra única del casi anónimo Joseph Hernánz es
un privilegio. Quizá hayan pensado lo mismo todos los propietarios del libro
desde los años finales del siglo XVIII, y por eso han ido escribiendo sus
nombres en la primera página en blanco. Esa larga lista es casi una genealogía
nobiliaria.
Portadilla de la Rhetórica de Hernánz.
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Emocionante entrada estimado Antonio. Desde luego que debe ser motivo de orgullo tener el privilegio de que caiga en las manos de uno una obra única como la de Hernánz, más si cabe tratándose de un tratado de retórica (tan en desuso en los tiempos que corren, me permitiría añadir). Y la emoción de imaginar sobre qué escritorios se ha apoyado ésta "Rhetórica", quién o quiénes han estudiado su contenido o en qué librerías ha estado colocado a lo largo de los tiempos no digamos...
ResponderEliminar"¿Por qué ha de medirse todo por el rasero de la utilidad?", interesante reflexión.
Saludos cordiales,
Juan Pablo