Hice esta foto en abril pensando en agosto, como quien
ahorra unas monedas preparando un gasto futuro. Trataba de prolongar –de un
modo tan ficticio, hélas! – uno de
esos momentos en que la luz, la temperatura y unas pocas gotas de lluvia,
inesperadas y frescas, provocan por sí solas la felicidad de los transeúntes. Posiblemente
todos los que en ese momento andábamos frente al Retiro, y de una manera más o
menos visible, sonreíamos. Las nubes grises dejaban ver un retazo de azul. Las
hojas recientes de los árboles, pequeñas y pálidas aún, recibían el saludo
amistoso de la primavera. El trote inmóvil del caballo cobraba vida con el
brillo del agua sobre el bronce. Olía a tierra húmeda, ese olor que cala de
inmediato en lo más íntimo, que parece evocar en nosotros vivencias
ancestrales, de antepasados remotos que vivieron identificados con la
naturaleza que los albergaba y sostenía.
Y ahora que ha llegado agosto, vemos que el ahorro de abril
se ha convertido en una calderilla sin valor, en un puñado de céntimos con el
que no se puede comprar nada. Porque nada puede el frescor de una imagen frente
al sol sin piedad de estas tardes en que
el verano impone su ley implacable.
La calle de Alcalá, el parque
del Retiro, la estatua de Espartero…
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario