El otro día, con motivo de la publicación del disco en que
Felisberto Hernández lee algunos de sus cuentos, planteaba en estas páginas si es
verdad que la cara es el espejo del alma, o si es mejor espejo la voz, o si lo es
el cuarto de trabajo donde uno se recluye a leer en silencio, lejos del mundo.
No pensé entonces en esos pocos libros que va uno reuniendo a lo largo de la
vida –y digo pocos, porque nunca será comparable el número de volúmenes de un
particular con los de una biblioteca pública− y que son el mejor reflejo de las
inquietudes, las curiosidades y hasta las pasiones que uno ha sentido. La
biblioteca personal –frente a la biblioteca pública− es un organismo vivo, que
nace, crece y muere al mismo tiempo que su dueño nace, crece y muere. Y la
imagen de la biblioteca envejece con el tiempo, como envejecen las fotografías
de los muertos antiguos.
Son pocas las personas que después de heredar una biblioteca
la mantienen separada, preservando su identidad. Porque las bibliotecas tienen
una identidad que es reflejo de la identidad de su dueño, y deben conservar como
propio el nombre de éste, porque es lo que las individualiza y las hace
inconfundibles, como era inconfundible su dueño en la multitud innumerable de
los hombres.
El mayor refinamiento en la conservación de la biblioteca
personal consiste en mantener los libros en los estantes en que su dueño los
colocó, y mantener también junto a la biblioteca los enseres que siempre
estuvieron a su lado: el escabel con que se alcanzan los libros más altos, el
sillón que aún conserva la huella del dueño, o esas fotografías de escritores
admirados que a veces presiden el estante de sus libros.
Donde siento más inmediata la presencia de mi padre es junto
a sus libros, que tienen todos en la portadilla un número a lápiz con el que pretendía
localizarlos a través de fichas que no llegó a hacer. Y no lo hizo
probablemente porque aquella burocracia resultaba desproporcionada para una
biblioteca abarcable y ordenada, en que cualquiera que fuese el libro que se
buscara se encontraba con facilidad.
Y cada vez que, después de su muerte, me he llevado un libro
de su biblioteca he sentido –en ella y en mí mismo− un pequeño desgarro, y me he
prometido devolverlo al mismo lugar en que estaba, para no destruir esa imagen
suya tan nítida que reflejan sus libros. Son libros muy distintos de los míos,
como probablemente éramos muy distintos nosotros. Entre los suyos hay libros de
juventud, casi todos de poesía, editados en los años de la república y la
posguerra, y libros de madurez, casi todos novelas, infinidad de novelas
españolas y extranjeras, presididas por la colección francesa de la Serie
Negra, aquella espléndida colección de la editorial Gallimard que dirigía
Marcel Duhamel, cientos de novelas policiacas que mi padre leía con tanto
entusiasmo como tenacidad: cuando había leído la última, volvía a empezar con
la primera. Siempre en la cama, hasta altas horas de la noche, porque tardaba
mucho tiempo en conciliar el sueño. Al verle allí me acordaba de su otra
imagen, con bata blanca y fonendoscopio al cuello, y de los enfermos que con
tanta paciencia y solicitud había atendido a lo largo del día.
Uno de los volúmenes de la
serie negra de los años sesenta.
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