sábado, 18 de agosto de 2012

UNA BIBLIOTECA PERSONAL


       El otro día, con motivo de la publicación del disco en que Felisberto Hernández lee algunos de sus cuentos, planteaba en estas páginas si es verdad que la cara es el espejo del alma, o si es mejor espejo la voz, o si lo es el cuarto de trabajo donde uno se recluye a leer en silencio, lejos del mundo. No pensé entonces en esos pocos libros que va uno reuniendo a lo largo de la vida –y digo pocos, porque nunca será comparable el número de volúmenes de un particular con los de una biblioteca pública− y que son el mejor reflejo de las inquietudes, las curiosidades y hasta las pasiones que uno ha sentido. La biblioteca personal –frente a la biblioteca pública− es un organismo vivo, que nace, crece y muere al mismo tiempo que su dueño nace, crece y muere. Y la imagen de la biblioteca envejece con el tiempo, como envejecen las fotografías de los muertos antiguos.

    Son pocas las personas que después de heredar una biblioteca la mantienen separada, preservando su identidad. Porque las bibliotecas tienen una identidad que es reflejo de la identidad de su dueño, y deben conservar como propio el nombre de éste, porque es lo que las individualiza y las hace inconfundibles, como era inconfundible su dueño en la multitud innumerable de los hombres.

       El mayor refinamiento en la conservación de la biblioteca personal consiste en mantener los libros en los estantes en que su dueño los colocó, y mantener también junto a la biblioteca los enseres que siempre estuvieron a su lado: el escabel con que se alcanzan los libros más altos, el sillón que aún conserva la huella del dueño, o esas fotografías de escritores admirados que a veces presiden el estante de sus libros.

       Donde siento más inmediata la presencia de mi padre es junto a sus libros, que tienen todos en la portadilla un número a lápiz con el que pretendía localizarlos a través de fichas que no llegó a hacer. Y no lo hizo probablemente porque aquella burocracia resultaba desproporcionada para una biblioteca abarcable y ordenada, en que cualquiera que fuese el libro que se buscara se encontraba con facilidad.

       Y cada vez que, después de su muerte, me he llevado un libro de su biblioteca he sentido –en ella y en mí mismo− un pequeño desgarro, y me he prometido devolverlo al mismo lugar en que estaba, para no destruir esa imagen suya tan nítida que reflejan sus libros. Son libros muy distintos de los míos, como probablemente éramos muy distintos nosotros. Entre los suyos hay libros de juventud, casi todos de poesía, editados en los años de la república y la posguerra, y libros de madurez, casi todos novelas, infinidad de novelas españolas y extranjeras, presididas por la colección francesa de la Serie Negra, aquella espléndida colección de la editorial Gallimard que dirigía Marcel Duhamel, cientos de novelas policiacas que mi padre leía con tanto entusiasmo como tenacidad: cuando había leído la última, volvía a empezar con la primera. Siempre en la cama, hasta altas horas de la noche, porque tardaba mucho tiempo en conciliar el sueño. Al verle allí me acordaba de su otra imagen, con bata blanca y fonendoscopio al cuello, y de los enfermos que con tanta paciencia y solicitud había atendido a lo largo del día. 

Uno de los volúmenes de la serie negra de los años sesenta.

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