Pronto hará un cuarto
de siglo que estuvo en Madrid la escritora Nathalie Sarraute. Fue en noviembre
de 1989. Habló de su obra en el Instituto Francés. No había demasiado público,
pero, como la sala estaba en penumbra, la escasez resultaba discreta. Habló con
sequedad, como si hubiera preferido no estar allí. Tenía el pelo corto, con
mechas blancas sobre la frente y las sienes. Los ojos eran vivos y fríos a la
vez, y el resto de la cara lo llenaban dos firmes arrugas que bajaban desde las
aletas de la nariz hasta el mentón y que parecían colocar la boca entre
paréntesis, una boca inexpresiva, lineal, sin labios. Tenía entonces ochenta y
siete años, pero podían pasar por setenta recién cumplidos.
La charla fue breve, y en seguida empezó a
leer algunos párrafos de una obra suya. El público no estaba caldeado para
sostener un coloquio medianamente entusiasta. Alguien le habló del nouveau roman, y de su relación con
Robbe-Grillet, con Butor, con Claude Simon. Dijo secamente que no había tenido
relación con ellos, y más aún, que no los conocía. Amparado por la penumbra de
las primeras filas, sólo susurré que creía recordar una fotografía en que
estaban todos ellos juntos, quizá en los jardines de la editorial Gallimard. Aguzó
entonces la viveza acerada de sus ojos para localizarme en la oscuridad, y a la
vez que me fulminaba con ellos negó rotundamente aquella insolente invención. Sobreponiéndome
al incidente, me acerqué al terminar la sesión con un ejemplar de Infancia, y le pedí que me lo dedicara.
Después de clavarme otra vez la mirada de ofidio –este vez de ofidio que ha
reconocido a su presa−, y sin hacerme ninguna pregunta, estampó en la
portadilla, no una dedicatoria, ni una firma, sino sólo un nombre, el suyo, sin
rúbrica.
Pero ¿cómo negar el
encanto de los tropismos? Nathalie Sarraute ha descompuesto la existencia de
sus personajes en pequeños episodios que tienen vida propia, como quien coge
una vieja cinta de película y va cortándola por gestos, por fotogramas que
abarcan la fracción de una escena. Los futuristas –Boccioni, Marinetti,
Severini– trataron de hacer algo parecido, pero las artes plásticas son
esencialmente estáticas, y el experimento se agotó pronto. Nathalie Sarraute ha
sabido detener esos movimientos que resbalan apresuradamente sobre los límites
de nuestra consciencia. Al aislar los tropismos, demuestra que detrás de la
conducta visible, detrás de la apariencia, hay pequeños dramas en que está la
verdad de nuestros actos. Los tropismos revelan el origen de los gestos, de las
frases, de los sentimientos exteriorizados. Sólo con esa descomposición
milimétrica, sólo con ese fraccionamiento infinitesimal se puede ver el
tránsito continuo de lo interior a lo exterior, de la intimidad a la visibilidad,
que supone toda conducta humana. “Los tropismos han sido siempre la sustancia
viva de todos mis libros”, ha dicho Nathalie Sarraute. No ha necesitado apenas
personajes, no ha necesitado argumentos ni tramas, porque los tropismos son por
sí mismos el contenido de sus novelas, y los tropismos son igualmente
fascinantes en seres anónimos, por corrientes que sean.
Nathalie Sarraute, Ouvrez, 1997, su última novela
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