sábado, 3 de noviembre de 2012

SOMBRAS EN FUGA


            Pronto hará un cuarto de siglo que estuvo en Madrid la escritora Nathalie Sarraute. Fue en noviembre de 1989. Habló de su obra en el Instituto Francés. No había demasiado público, pero, como la sala estaba en penumbra, la escasez resultaba discreta. Habló con sequedad, como si hubiera preferido no estar allí. Tenía el pelo corto, con mechas blancas sobre la frente y las sienes. Los ojos eran vivos y fríos a la vez, y el resto de la cara lo llenaban dos firmes arrugas que bajaban desde las aletas de la nariz hasta el mentón y que parecían colocar la boca entre paréntesis, una boca inexpresiva, lineal, sin labios. Tenía entonces ochenta y siete años, pero podían pasar por setenta recién cumplidos.

La charla fue breve, y en seguida empezó a leer algunos párrafos de una obra suya. El público no estaba caldeado para sostener un coloquio medianamente entusiasta. Alguien le habló del nouveau roman, y de su relación con Robbe-Grillet, con Butor, con Claude Simon. Dijo secamente que no había tenido relación con ellos, y más aún, que no los conocía. Amparado por la penumbra de las primeras filas, sólo susurré que creía recordar una fotografía en que estaban todos ellos juntos, quizá en los jardines de la editorial Gallimard. Aguzó entonces la viveza acerada de sus ojos para localizarme en la oscuridad, y a la vez que me fulminaba con ellos negó rotundamente aquella insolente invención. Sobreponiéndome al incidente, me acerqué al terminar la sesión con un ejemplar de Infancia, y le pedí que me lo dedicara. Después de clavarme otra vez la mirada de ofidio –este vez de ofidio que ha reconocido a su presa−, y sin hacerme ninguna pregunta, estampó en la portadilla, no una dedicatoria, ni una firma, sino sólo un nombre, el suyo, sin rúbrica.

            Pero ¿cómo negar el encanto de los tropismos? Nathalie Sarraute ha descompuesto la existencia de sus personajes en pequeños episodios que tienen vida propia, como quien coge una vieja cinta de película y va cortándola por gestos, por fotogramas que abarcan la fracción de una escena. Los futuristas –Boccioni, Marinetti, Severini– trataron de hacer algo parecido, pero las artes plásticas son esencialmente estáticas, y el experimento se agotó pronto. Nathalie Sarraute ha sabido detener esos movimientos que resbalan apresuradamente sobre los límites de nuestra consciencia. Al aislar los tropismos, demuestra que detrás de la conducta visible, detrás de la apariencia, hay pequeños dramas en que está la verdad de nuestros actos. Los tropismos revelan el origen de los gestos, de las frases, de los sentimientos exteriorizados. Sólo con esa descomposición milimétrica, sólo con ese fraccionamiento infinitesimal se puede ver el tránsito continuo de lo interior a lo exterior, de la intimidad a la visibilidad, que supone toda conducta humana. “Los tropismos han sido siempre la sustancia viva de todos mis libros”, ha dicho Nathalie Sarraute. No ha necesitado apenas personajes, no ha necesitado argumentos ni tramas, porque los tropismos son por sí mismos el contenido de sus novelas, y los tropismos son igualmente fascinantes en seres anónimos, por corrientes que sean.
 

Nathalie Sarraute, Ouvrez, 1997, su última novela
 

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