Una de las sombras más egregias que hace
tiempo que emprendió la fuga es la de don José Ortiz de Echagüe, aunque por su
silueta irrepetible es quizá la que más lentamente está huyendo de la memoria. Era
muy alto, calvo, sordo, y todo su cuerpo se inclinaba levemente hacia un lado,
lo que le daba a la vez un aspecto de inseguridad y de cercanía. Con noventa y
dos años tenía una ligera luxación en un tobillo por un mal salto en
paracaídas. Fue la primera vez que vino a que mi padre le atendiera. En sus
manos grandes y lentas llamaban la atención las yemas quemadas, renegridas, de
los dedos, la huella de los ácidos con que revelaba las fotografías.
Ortiz de Echagüe era como
un hermano menor de Goethe y de Leonardo que se hubiese quedado a pasear en
zapatillas por el barrio de Argüelles. Había inventado aviones, bombas, automóviles,
globos aerostáticos, papeles fotográficos y líquidos de revelado, había sido el
primero en sobrevolar el estrecho de Gibraltar y había atravesado varias veces la
barrera del sonido en reactores americanos después de cumplir los setenta años.
Pero era sobre todo el hombre cercano al que ni la vejez ni la sordera habían
arrebatado un sutilísimo sentido del humor.
Sus fotografías están
llenas de silencio, como los lienzos de los hermanos Zubiaurre, sordos también,
y vascos –Ortiz de Echagüe lo era por línea materna–, y las figuras inmóviles
que se alzan desde un fondo de crepúsculos violentos tienen la solemnidad de
Romero de Torres. Porque Ortiz de Echagüe pintaba con aquellas manos grandes y
renegridas sin pinceles, pintaba quemándose los dedos, jugándose su propia
integridad con los ácidos.
En sus últimos años
se le veía pasear por la acera soleada de la calle del Tutor en la que vivía.
Este tutor del callejero madrileño parece que era Agustín Argüelles, tutor de
la reina Isabel, que tiene dedicado no sólo un barrio entero de Madrid, sino
también una plaza. ¿Para qué más? ¿Por qué no brindar esta calle del Tutor, de
nombre tan inexpresivo, a don José Ortiz de Echagüe, al gran inventor y
fotógrafo, al paracaidista nonagenario?
Ortiz de Echagüe, que
retocaba las fotografías hasta hacer obras que parecían salidas de los pinceles
de los Zubiaurre, de Romero de Torres o de Zuloaga, hizo en el año 1948 esta
otra, muy distinta, que tituló Las
tapadas de Veger, que es la que aquí se reproduce. Al publicarla, escribió:
“En los blancos pueblecitos de Andalucía, hace tiempo, solían ir las mujeres
vestidas de negro y muchas veces tapadas. En la fotografía vemos a tres mujeres
así ataviadas salir de la iglesia de Veger (Cádiz)”. Es una fotografía
prodigiosa. Ha logrado la máxima expresividad a fuerza de sencillez. En lugar
de acentuar el blanco de la cal y el negro de los vestidos, ha suavizado el
contraste, convirtiendo la imagen en una gama de grises, y envolviendo la
escena en un ambiente poético y misterioso. El papel verjurado que empleó para
revelar la fotografía da aún mayor armonía al conjunto.
Ortiz
de Echagüe, Las tapadas de Veger
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