Repasando otras sombras decimonónicas he
sorprendido en fuga a varias a la vez. Fue en el ingreso de Rodríguez-Moñino en
la Academia Española. Rodríguez-Moñino, que había colaborado activamente con la
República –en algo tan reprobable como tratar de poner a salvo de los
bombardeos los incunables de la Biblioteca Nacional–, había sido depurado y
expulsado de su cátedra. En 1966, con el régimen todavía muy vigilante, fue
elegido académico. El hecho hay que recordarlo en homenaje a la institución. “Varios,
casi numerosos, han sido los delincuentes, entre comillas, que se han sentado
en estos sillones, y a los que la Administración, con su fluctuante
entendimiento del delito, los encerró bajo llave o los lanzó a caminar por el
mundo adelante”, empezó diciendo Cela en el discurso de contestación. El
bondadoso Rodríguez-Moñino había dedicado los años de ostracismo a algo tan
inocuo como estudiar los pliegos de cordel, y de ellos habló en su discurso. Presidió
la ceremonia de ingreso don Vicente García de Diego, que había sido catedrático
de lengua española en el instituto de Soria. Había nacido en 1878. Antes de
casarse, Leonor Izquierdo, la mujer de Antonio Machado, trabajaba en su casa como
asistenta.
Aquellos señores que asistían desde el
estrado, unos atentos y otros adormilados, me impresionaron mucho. Allí estaba el
general Martínez-Campos, duque de la Torre, profundamente sordo, con un cable
que iba de su oído a un extraño receptor que orientaba hacia los
intervinientes. Había nacido en 1887. A su lado Luis Martínez Kleiser, poeta
casticista, pero sobre todo compilador de refranes, era algo mayor que el general
Martínez-Campos, había nacido en 1883. Pero el verdaderamente vetusto de
aquellos señores era Narciso Alonso Cortés, también catedrático de instituto y
también depurado, como Moñino: había nacido en 1875. Era tan minúsculo y
enjundiado que su sombra huye aún de la memoria con los contornos nítidos. Al
acabar el acto entré en una sala trasera que me pareció una especie de
sacristía, en que todos se quitaron las medallas y se pusieron los abrigos. Allí
les pedí a Moñino y a Cela que me firmaran el tomito con los dos discursos. Creía
yo entonces –simpleza de los años– que codearse era literalmente dar codo con
codo, y como pretendía alardear de codearme con los escritores, les fui rozando
discretamente. Por eso puedo afirmar ahora que me he codeado con lo más ilustre
del siglo XIX.
Discurso de
ingreso en la RAE de Antonio Rodríguez Moñino
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