sábado, 10 de noviembre de 2012

SOMBRAS EN FUGA (IV)


Repasando otras sombras decimonónicas he sorprendido en fuga a varias a la vez. Fue en el ingreso de Rodríguez-Moñino en la Academia Española. Rodríguez-Moñino, que había colaborado activamente con la República –en algo tan reprobable como tratar de poner a salvo de los bombardeos los incunables de la Biblioteca Nacional–, había sido depurado y expulsado de su cátedra. En 1966, con el régimen todavía muy vigilante, fue elegido académico. El hecho hay que recordarlo en homenaje a la institución. “Varios, casi numerosos, han sido los delincuentes, entre comillas, que se han sentado en estos sillones, y a los que la Administración, con su fluctuante entendimiento del delito, los encerró bajo llave o los lanzó a caminar por el mundo adelante”, empezó diciendo Cela en el discurso de contestación. El bondadoso Rodríguez-Moñino había dedicado los años de ostracismo a algo tan inocuo como estudiar los pliegos de cordel, y de ellos habló en su discurso. Presidió la ceremonia de ingreso don Vicente García de Diego, que había sido catedrático de lengua española en el instituto de Soria. Había nacido en 1878. Antes de casarse, Leonor Izquierdo, la mujer de Antonio Machado, trabajaba en su casa como asistenta.

Aquellos señores que asistían desde el estrado, unos atentos y otros adormilados, me impresionaron mucho. Allí estaba el general Martínez-Campos, duque de la Torre, profundamente sordo, con un cable que iba de su oído a un extraño receptor que orientaba hacia los intervinientes. Había nacido en 1887. A su lado Luis Martínez Kleiser, poeta casticista, pero sobre todo compilador de refranes, era algo mayor que el general Martínez-Campos, había nacido en 1883. Pero el verdaderamente vetusto de aquellos señores era Narciso Alonso Cortés, también catedrático de instituto y también depurado, como Moñino: había nacido en 1875. Era tan minúsculo y enjundiado que su sombra huye aún de la memoria con los contornos nítidos. Al acabar el acto entré en una sala trasera que me pareció una especie de sacristía, en que todos se quitaron las medallas y se pusieron los abrigos. Allí les pedí a Moñino y a Cela que me firmaran el tomito con los dos discursos. Creía yo entonces –simpleza de los años– que codearse era literalmente dar codo con codo, y como pretendía alardear de codearme con los escritores, les fui rozando discretamente. Por eso puedo afirmar ahora que me he codeado con lo más ilustre del siglo XIX.
 

Discurso de ingreso en la RAE de Antonio Rodríguez Moñino
 

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