Julián Gállego fue uno de esos
escritores a los que el lastre de ser otra
cosa –en su caso, historiador del arte– les ha cerrado herméticamente la
puerta de la literatura. Quiero decir de la literatura oficial: la que aparece
consignada en los tratados y manuales. Y sin embargo, qué extraordinaria prosa
la suya, llena de precisión (los que son otra
cosa llevan a veces una mayor exigencia íntima de rigor) y de gracia. Las
obras de su especialidad –sobre Velázquez, Goya o Picasso– son excelente prosa
funcional, pero las obras que escribió al margen de ella –como Apócrifos españoles o Postales– son simple y admirable prosa
literaria.
Postales
es un mosaico de 122 estampas de rincones del mundo: desde Cádiz a Estocolmo y
desde Nueva York hasta Damasco. Julián Gállego ha inventado un género: el de la
postal literaria. En poco más de una
página ofrece una imagen tan nítida de cada lugar, que el lector sale de la
lectura con el aroma, el murmullo, la luz y el relieve impresos en los cinco
sentidos. Al que escribió la contraportada no se le ocurrió una loa más precisa
que afirmar que este libro “se lee de un tirón”. Y es todo lo contrario. Este
libro hay que leerlo como se leen los buenos libros de versos: sólo un poema de
cuando en cuando, para dar tiempo a que cada poema cale en el lector y se pose
lentamente en él.
Pronto hará veinte años que Julián
Gállego presentó mi libro Toledo grabado.
Recuerdo el día exacto –fue un 16 de diciembre–, no porque aquella presentación
fuera un acto memorable –apenas se juntaron dos o tres docenas de curiosos–,
sino porque la víspera había ocurrido un suceso que sí lo era. La presentación fue
en una de las crujías del museo toledano de Santa Cruz. El frío y la niebla del
exterior habían entrado en aquella nave del edificio renacentista. Los
asistentes a la presentación, con los abrigos puestos y las solapas levantadas,
resistieron el acto frotándose las manos y moviendo las piernas. Unas frágiles
sillitas de madera, perdidas en la inmensidad de la nave, sostenían
arriesgadamente los movimientos nerviosos de los asistentes. Nadie había leído
el libro, que se presentaba en ese momento, pero el presentador tampoco lo
había leído. Cuando Julián Gállego terminó de decir sus palabras todos
aplaudimos, porque fueron minuciosas y brillantes, aunque se referían a otra
cosa, probablemente más interesante que aquel libro que estaba también presente
e intacto en una mesita, igualmente frágil.
Al releer estos días algunas páginas de Postales, llenas de humor inteligente, me he acordado de aquel episodio, que sólo puedo recordar con una sonrisa. Y con agradecimiento.
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