Uno de los libros más entretenidos de CGR
es el Libro de los objetos perdidos y
encontrados. Pertenece a ese género tan atractivo de los libros sin género,
que son siempre únicos en su especie. Este es un objetario, una sobria
descripción sucesiva de objetos vulgares, muchos de ellos caídos en desuso. ¿De
qué está hecho este libro? No son artículos ni ensayos, dice Ruano en el
prólogo, no son tampoco poemas en prosa, “en realidad no son nada, y sólo
pueden salvarse juntos, como las criaturas a quienes un instinto las hace
agruparse y apretarse”. Nada menos que nada –pequeñas nadas sucesivas, reunidas
y encuadernadas–, nada, la nada, que es quizá el gran ideal literario, como
Flaubert le confiesa en una carta a Louise Colet.
En ese inventario de objetos están los
veladores. He ido al estante a coger el libro sabiendo que estarían, porque los
veladores pertenecen a ese mundo desgastado y sentimental por el que Ruano
sentía especial predilección.
Sí, aquí están los veladores, de los que
el autor hace toda una ontología, zambulléndose en su ser y en sus propiedades,
en su naturaleza, en su origen y en su destino. La cuna del velador es el café,
allí nacen por generación espontánea (“nadie vio nunca una tienda en la que se
vendieran veladores”), y si un particular ha adquirido un velador, es porque ha
llegado a él a través de una genealogía de vendedores que tiene siempre su
origen en un café. Además, el particular que ha acabado siendo dueño de un
velador es siempre, dice Ruano, una persona solitaria y tímida, como solitario
y tímido es el cliente del café que se sienta, no en una mesa, sino en un
velador, que suele estar en una esquina, generalmente en penumbra.
Muchos veladores son objetos con historia,
y deberían estar en un museo. “Algunos veladores estaban hechos de lápidas
sepulcrales, y pasando el dedo por debajo, como falsos ciegos, leíamos sin
querer un estremecedor relieve que decía cielo,
o el niño, o R.I.P., o ese Excelentísimo
mutilado que yo recuerdo y del que quedaba sólo lentísimo. Estos veladores tenían un color inexplicable, cultísimo
y literario: el color de las losas de un cementerio bajo la lluvia, bajo las
muchas lluvias, bajo esa lluvia del cementerio que moja de una manera diferente
a la de los otros sitios”.
Y se imagina uno a CGR en el silencio
solemne de su casona de Cuenca en la que escribió este objetario, ceñido por
su batín de rayas, cigarrillo en mano, construyendo la filosofía de los
veladores, rememorando, como hombre de café, los muchos veladores de Madrid, de
París, de Roma o Berlín en que estuvo sentado, escribiendo o esperando.
El velador es un objeto tan singular que
requiere una cláusula propia en el testamento. Sería un gran error dejar que el
velador se confundiera indiferenciadamente en la herencia. Un velador tiene que
ser legado. “Y dejo el velador a mi buen amigo Juan, por tantas tardes de
confidencias y de recuerdos…”
Un velador cualquiera que, como todos, nació en un
café,
y ahora pasa unos años conmigo
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