Esta mañana, muy temprano, ha venido a casa Marie-Louise,
recién llegada de París, y me ha dicho, en el umbral, que su marido, Alfonso
Ayuso, ha muerto. Por si no me encontraba, me lo decía en una carta. Me ha dado
la carta, escrita en alemán. Prefería contármelo en su lengua materna. En la
carta dice: ya lloramos menos. Pero
cuando se ha sentado en el salón ha llorado. Después de unos meses con la
cabeza perdida, Alfonso Ayuso ha muerto de un infarto. Hasta el último instante
se negó a deshacer el taller, contiguo a la casa y al jardín, aunque ya no
grababa. Ahora, Marie-Louise lo ha donado todo, el tórculo, la plancha, los
buriles y las tintas, a un colegio cercano, en que la maestra enseña a grabar a
los niños.
Se ha cerrado la vida de un hombre bueno. De un hombre
republicano, anticlerical, tierno y colérico, racionalista y sentimental,
generoso hasta el punto de desprenderse de las cosas de más valor si a alguien
–también a un desconocido − le gustaban. En la posguerra se fue a París, y los
exiliados le ayudaron a buscar pensión y trabajo. Allí empezó a aprender
hebreo, porque pensó que tendría más futuro en un país nuevo, y se fue a
Israel, donde Alfonso y Marie-Louise vivieron varios años. Cuando volvió de
Jerusalén vivió en varios pueblos de los alrededores de París, hasta recalar en
Boissy-Saint-Léger, donde ha muerto. El retorno tuvo su auge y su declive. Dirigió
la fundición tipográfica más importante de París… y la última. Las nuevas
técnicas de impresión hicieron de los tipos móviles una cosa antigua y
romántica.
En los últimos años, Alfonso Ayuso se refugió en su taller, y
allí empezó a grabar con más pasión que nunca. Lo que no le importaba era
vender. Mandaba algunas pruebas a las galerías, y todas las demás las regalaba
a los amigos. Hacía tiradas muy cortas, en las que ninguna estampa era igual a
las demás, porque las entintaba con colores distintos y las imprimía él mismo.
Marie-Louise visitó a galeristas y directores de museos, y le hicieron algunas
exposiciones, pero eso a él le importaba poco. Lo que le importaba era hacer
las cosas cada vez mejor. Fue dejando las técnicas más fáciles, más
dibujísticas –el aguafuerte, la punta seca−, para hacer lo más difícil: el
buril sobre acero.
Ha muerto sin el homenaje que aquí en España se le debía.
Aunque eso, al él, tampoco le importaba mucho. Para él, el gran premio era
España misma: disfrutaba cada instante en que pisaba tierra española. El piso
modestísimo de una corrala de Tetuán era para él, siempre sonriente desde sus
ojos de un azul muy claro, un paraíso, simplemente porque estaba en Madrid.
Le he pedido a Marie-Louise que me mande una foto de su
marido. Supongo que en la foto estará sonriendo, con los brazos cruzados, erguido,
como siempre, falsamente altivo, con su mirada azul llena de comprensión a todo
lo que le rodeaba. Con esa dulce nostalgia suya que le tenía siempre al borde
de las lágrimas. Como yo ahora.
Toledo, aguafuerte de Alfonso Ayuso |