sábado, 29 de septiembre de 2012

UNA VISITA


            Esta mañana, muy temprano, ha venido a casa Marie-Louise, recién llegada de París, y me ha dicho, en el umbral, que su marido, Alfonso Ayuso, ha muerto. Por si no me encontraba, me lo decía en una carta. Me ha dado la carta, escrita en alemán. Prefería contármelo en su lengua materna. En la carta dice: ya lloramos menos. Pero cuando se ha sentado en el salón ha llorado. Después de unos meses con la cabeza perdida, Alfonso Ayuso ha muerto de un infarto. Hasta el último instante se negó a deshacer el taller, contiguo a la casa y al jardín, aunque ya no grababa. Ahora, Marie-Louise lo ha donado todo, el tórculo, la plancha, los buriles y las tintas, a un colegio cercano, en que la maestra enseña a grabar a los niños.

          Se ha cerrado la vida de un hombre bueno. De un hombre republicano, anticlerical, tierno y colérico, racionalista y sentimental, generoso hasta el punto de desprenderse de las cosas de más valor si a alguien –también a un desconocido − le gustaban. En la posguerra se fue a París, y los exiliados le ayudaron a buscar pensión y trabajo. Allí empezó a aprender hebreo, porque pensó que tendría más futuro en un país nuevo, y se fue a Israel, donde Alfonso y Marie-Louise vivieron varios años. Cuando volvió de Jerusalén vivió en varios pueblos de los alrededores de París, hasta recalar en Boissy-Saint-Léger, donde ha muerto. El retorno tuvo su auge y su declive. Dirigió la fundición tipográfica más importante de París… y la última. Las nuevas técnicas de impresión hicieron de los tipos móviles una cosa antigua y romántica.

           En los últimos años, Alfonso Ayuso se refugió en su taller, y allí empezó a grabar con más pasión que nunca. Lo que no le importaba era vender. Mandaba algunas pruebas a las galerías, y todas las demás las regalaba a los amigos. Hacía tiradas muy cortas, en las que ninguna estampa era igual a las demás, porque las entintaba con colores distintos y las imprimía él mismo. Marie-Louise visitó a galeristas y directores de museos, y le hicieron algunas exposiciones, pero eso a él le importaba poco. Lo que le importaba era hacer las cosas cada vez mejor. Fue dejando las técnicas más fáciles, más dibujísticas –el aguafuerte, la punta seca−, para hacer lo más difícil: el buril sobre acero.

          Ha muerto sin el homenaje que aquí en España se le debía. Aunque eso, al él, tampoco le importaba mucho. Para él, el gran premio era España misma: disfrutaba cada instante en que pisaba tierra española. El piso modestísimo de una corrala de Tetuán era para él, siempre sonriente desde sus ojos de un azul muy claro, un paraíso, simplemente porque estaba en Madrid.

          Le he pedido a Marie-Louise que me mande una foto de su marido. Supongo que en la foto estará sonriendo, con los brazos cruzados, erguido, como siempre, falsamente altivo, con su mirada azul llena de comprensión a todo lo que le rodeaba. Con esa dulce nostalgia suya que le tenía siempre al borde de las lágrimas. Como yo ahora. 

Toledo, aguafuerte de Alfonso Ayuso

jueves, 27 de septiembre de 2012

EL GRILLO Y LA ESTRELLA


          En estos primeros días de otoño es cuando mejor cantan los grillos. Al revés que las cigarras, que sólo cantan −¿cantan realmente, o sierran?− cuando quema el sol las copas de los árboles a donde se encaraman. Entonces empiezan todas a la vez, como si hubieran oído un despertador que les anunciara la hora más caliente, que para ellas es la hora de la felicidad, esa hora de silencio que disfrutan rompiendo con su estrépito. Pero los grillos son otra cosa. Los grillos deciden cada cual cuándo canta. Si cantan a la vez es pura coincidencia. Se asoma el grillo al borde de su cueva, olfatea el aire, y si es tibio, canta. Levanta el violín a un lado, el arco al otro, y empieza la interpretación. Los grillos son consumados instrumentistas. Decimos que cantan por una perezosa metáfora, pero en realidad tocan. Son los paganinis de la grama, y sobre todo –esa es su mayor felicidad− del césped recién regado. Además, los grillos no cantan para romper el silencio, sino que cantan –tocan− porque piensan que su música es precisamente la melodía del atardecer, la que mejor le va a la puesta de sol, al color rojo del horizonte, a la aparición de las primeras estrellas del cielo que todavía es azul.

          Algún día se descubrirá que los grillos cantan cuando ven aparecer las primeras estrellas. Porque que a los grillos lo que les gusta, por lo que sienten vocación, es por acompañar el brillo intermitente de las estrellas que asoman al atardecer. Igual que esos modestos pianistas que sacrifican su carrera por acompañar a las cantantes famosas –estoy pensando en Miguel Zanetti y Victoria de los Ángeles, porque son los únicos a los que he conocido personalmente−. Los grillos no dudan de que la famosa es la estrella, y ellos son sólo los humildes intérpretes de la música ambiental.

          Se puede comprobar cualquier tarde en el campo. El cielo está aún azul. Una luna casi traslúcida, como un encaje que dejara entrever el cielo, aparece ya en lo alto. Al rato empieza la luz intermitente de una estrella. Luego otra, y otra, y otra. A medida que el cielo se oscurece, el brillo de las estrellas se va haciendo más firme. Los grillos empiezan a cantar. Ha llegado la hora de su función.

          ¿Cómo pueden imaginar que acompasan su música al despliegue grandioso de la bóveda celeste? ¿Cómo pueden creer que son los ilustradores musicales del cosmos? Las estrellas son inmensas, muchas de ellas mayores que el sol, y ellos son unos insectos minúsculos que están expuestos al pisotón de cualquier caminante o a la voracidad de cualquier pájaro. Pero no están equivocados. El grillo es más importante que la estrella. Porque el grillo está vivo, y la estrella no. Y la vida es mucho más importante, mucho más valiosa, que la existencia inerte de la materia, por muy grande y luminosa que sea. Las magnitudes confunden. La relación de los grillos con las estrellas nos resulta muy útil. Porque muchas noches nos sentimos anonadados ante la infinitud del universo. Pensado que toda la soberbia de la humanidad –y toda la importancia que nos damos cada uno de sus individuos− es pura fantasía. Y no es así. Somos, al menos, tanto como los grillos. Y no es poco.

Amapolas y gramíneas silvestres sobre el canto de los grillos.

martes, 25 de septiembre de 2012

ASNOTERAPIA



         Se acerca el centenario de la publicación en 1914, por la editorial La Lectura, de Platero y yo, en un pequeño volumen en cuarto con ilustraciones de Fernando Marco. Esta madrugada, entre sueños, cuando oía la radio, hablaban de algunas cosas de las que aquí se cuentan, y he pensado que, aunque fuera con algo de osadía, a quién mejor se las podría decir era a Platero, ahora que llega su cumpleaños.

          ¿Te acuerdas, Platero, de aquellos terribles versos de El burro explosivo?  Cargaron a un burro con dinamita y le dieron con una vara en el lomo. El burro, obediente siempre, fue subiendo por el sendero estrecho que bordeaba la montaña, sin saber que lo que esa vez llevaba en los serones no era paja recién cortada, o patatas recién cogidas, sino su propia muerte.

       ¿Te acuerdas, Platero, de aquel héroe griego que se llamaba Belerofonte? Era como el burro explosivo: tuvo que hacer un largo viaje con su sentencia de muerte en el bolsillo. Belerofonte sería un nombre bonito, aunque quizá algo triste, para un burro. Si alguna vez tengo un burro –y más de una vez he imaginado dónde estaría el establo, y el comedero, y por dónde ramonearía la grama y las amapolas− le llamaría así. Belerofonteeee… y desde lejos le vería levantar la cabeza, mover las largas orejas cada una para un lado, y venir despacio…

          Pero lo que quería decirte es que ahora –lo acabo de oír por la radio− se ha inventado la asnoterapia. Se ha descubierto que los burros, que han servido siempre para tantas cosas –incluso para llevar dinamita−, sirven también para curar. Sólo valen, es verdad, para enfermedades mentales, pero esas enfermedades son a veces las peores, las que más hacen sufrir a quienes las padecen y a sus familias. El enfermo se acerca al burro, lo acaricia –los burros se dejan acariciar siempre y no dan coces nunca−, lo abraza, lo aprieta, siente el pálpito caliente y áspero de su piel, le tira suavemente del rabo y las orejas, juega con él… y en cierto modo los dos sonríen. El burro a su manera, levantando el belfo bigotudo y blando hacia el enfermo y acercándolo a su cara, en señal de amistad.

          Y es curioso: se ha descubierto que los burros son más útiles para aliviar a los ancianos. Porque los ancianos, aunque tengan perdida la razón, allá en el fondo de su memoria tienen recuerdo de los burros. Saben que el burro es un animal paciente y dócil. En los pliegues más remotos de su conciencia hay escenas que vieron muchas veces: burros que tiraban de carros pesadísimos, burros cargados con amos gordos y desaprensivos, burros abandonados, por viejos, al borde de las carreteras. Y quizá estás también tú, Platero, en su memoria.

        Los jóvenes, sin embargo, no tienen recuerdo de los burros. Han venido del mundo cuando tú te habías ido, cuando los burros −¡quien lo iba a decir!− están en peligro de extinción. Porque los burros hace ya tiempo que no sirven para nada. Son demasiado lentos para una época con prisa. Son demasiado tozudos para un tiempo que no tolera que alguien ponga en duda una orden. Pero quizá llegue un día en que se descubra que los burros sirven también para educar. Y entonces se llevarán los burros a las escuelas. La clase de conducta la impartirán los burros. Y los niños se pasarán la mañana entera mirando por las ventanas, tratando de encontrar la silueta parda y lenta de esos maestros que no regañan nunca, y que sin embargo enseñan tanto…

Ilustración de Fernando Marco para la primera edición de Platero y yo.