(–Pero bueno, ¿un lunes? ¿No es el colmo de la incongruencia?
–Sí, sí, lo reconozco, pero un hallazgo así me ha obligado a contarlo
inmediatamente.
–No veo la justificación por ninguna parte. Algo tan intrascendente
puede contarse en cualquier otro momento. ¿Dónde está la actualidad del asunto?
¿No se puede esperar al martes, o incluso a otra semana cualquiera?)
Tantos años reuniendo imágenes grabadas de Toledo, buscándolas en
librerías de viejo de España y de otros lugares, especialmente de Francia y
Alemania –donde se hacía en los siglos XVIII y XIX más grabado que aquí–, y nunca
había encontrado una referencia a esas estampas en la literatura antigua, la
escrita al tiempo que esos grabados se imprimían. Porque muchos viajeros de los siglos pasados, cuando visitaran la ciudad, comprarían grabados como
recuerdo y los clavarían en las paredes de sus casas, y otros los llevarían con
ilusión en el viaje de regreso para regalarlos a los amigos.
Pero aquí, en la comedia de Lope de Vega La prisión sin culpa, está el testimonio de que esos grabados, que ahora son
objeto de colección o de museo, que han llegado a nuestros días en papel
amarillo y quebradizo, fueron algo vivo, un objeto usual de la vida cotidiana:
TRISTÁN. Voyme, Camila, a Toledo.
CAMILA. ¿Qué me has de traer de allá
mientras me quitas el sueño?
TRISTÁN. Un Toledito pequeño
con el que huelgues acá.
Camila se imagina ya que la ausencia de Tristán le va a causar
tristeza. Con algo de exageración y de reproche le anticipa que el sentirle
lejos le va a quitar el sueño, y le pide a Tristán un recuerdo, una prueba de
que se va a acordar de ella en la ciudad que va a visitar. Tristán le promete “un Toledito
pequeño”: un papel en el que esté la ciudad entera que va a recorrer. A una
Camila de nuestros días, Tristán le anunciaría el envío de una postal, o le prometería hacer
algunas fotos, pero en esa época –la comedia es de 1617– sólo puede ofrecerle un
grabado. No había entonces otro medio de reproducción popular de imágenes que
el aguafuerte o el buril.
Con esos pocos versos de Lope las viejas estampas cobran de pronto una
vida palpitante. El grabado que se reproduce debajo de estas líneas –el más vendido
en los años iniciales del siglo XVII, cuando el poeta escribe su comedia,
cuando Tristán recorre Toledo– se convierte en un documento actual. Lo miramos
con ojos nuevos y nos hacemos idea, por primera vez, de cómo era la ciudad más
universal del imperio, un nombre mítico pero una imagen desconocida. Casi oímos
el chirriar del tórculo que ha estampado el grabado y olemos el aroma acre de
la tinta fresca. Imaginamos que este es el ejemplar que Tristán ha comprado en
alguna de las covachuelas que venden estampas y libros en pergamino frente a
los altos muros de la catedral, en la calle Hombre de Palo o en la bajada del
Pozo Amargo. Tristán lo trajo enrollado y envuelto en grueso papel de estraza
por los polvorientos caminos de Castilla y luego de Andalucía. Camila lo tuvo
largos años colgado en su cuarto, y de cuando en cuando soñaba con pasear por
las calles de Toledo y bordear la ciudad en una barquichuela del Tajo. Luego
pasaron vertiginosamente las generaciones y ahora está enmarcado en una casa
madrileña, como si el tiempo se hubiera detenido. Pero los años y los siglos
discurren vertiginosamente, y el tiempo lo irá poniendo, una tras otra, en
muchas manos.
Ambrosio Brambilla, Toledo, 1605, aguafuerte y buril |
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