Paseando una noche con
Rosa, la nieta más literaria de Felisberto Hernández, por el barrio
montevideano de Palermo, llegamos al mercado de San José. Los cierres de los
puestos estaban echados, pero entre dos puestos había una pequeño local
iluminado por una bombilla que colgaba del techo. Varias parejas bailaban
tangos, sin apenas moverse, con las cabezas bajas, y la melodía se expandía
dulcemente por los pasillos a oscuras del mercado y por las calles cercanas.
Era un septiembre austral, con frío aún de invierno, y aquella habitación
iluminada y hermética flotaba sobre la noche como un barco en alta mar. Sólo revivo
con la misma intensidad la emoción de aquellos rincones oscuros de Montevideo cuando
canta Mercedes Simone en uno de esos discos todavía chisporroteantes de los
años treinta
Cantando yo le di mi corazón, mi amor,
y desde que se fue yo canto mi dolor.
Cantando lo encontré, cantando lo perdí.
Porque no sé llorar, cantando he de morir.
Con su lento y expresivo
fraseo, con su voz grave y pausada, Mercedes Simone va desgranando sus propias
letras, en las que no hay desgarros, ni arrebatos arrabaleros, ni términos
lunfardos. Apenas sabía leer y escribir, pero sus letras, tanto las de los tangos
que ella compuso como las que escribió para acompañar melodías ajenas, son
bellos poemas, de perfecta regularidad métrica y de sobria emoción.
Partitura con la firma autógrafa de Mercedes Simone, comprada en el mercadillo de San Telmo de Buenos Aires |
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