sábado, 28 de abril de 2012

DOS CUARTETOS


          Eran dos cuartetos en re menor, uno de Mozart y otro de Schubert, y con el suave y sucesivo fraseo de los compases, la melancolía del tono menor iba empapando lentamente los tapices, enroscándose sinuosamente a las columnas, empañando las lágrimas de las arañas, elevándose como incienso hacia las bóvedas triunfales de Giaquinto. Desde sus túnicas de alabastro, los emperadores romanos apenas lograban mantener el gesto imperturbable.

            Por algo se llama alma a esa oquedad del instrumento de la que sale la música. Lo que sonaba el jueves en el Salón de Columnas era el alma noble y ancestral de los stradivarius, la madera de aquellos árboles de Cremona que alzaron sus copas hace más de tres siglos. Hay pocos sonidos más puros que el de esos instrumentos salidos de unas manos artesanas que los fueron puliendo y ensamblando amorosamente, y que ninguna técnica posterior ha logrado superar.

           Con sus voces profundas fueron hablando dos lenguajes: primero en el más sobrio de Mozart, luego en el más apasionado de Schubert. Pero este Mozart maduro les hizo expresarse con temperancia y rigor: el cuarteto 421 no tiene la suavidad galante de las partituras juveniles. Con Schubert se dejaron llevar por las pasiones, pero había en ellas un fondo de amargura: en el cuarteto 810 ronda el miedo del propio músico a la muerte.

        Schubert ya había escrito una canción con el mismo título que el del cuarteto: La muerte y la muchacha. La canción era un breve diálogo, y el cuarteto, aun sin palabras, repite ese mismo diálogo, y con mayor realismo.

La muchacha:
¡Pasa! ¡Pasa de largo!
¡Vete, salvaje hombre huesudo!
Aún soy joven, ¡vete, querido!
Y no me roces.

La muerte:
Dame tu mano, figura bella y tierna.
Soy amigo y no vengo a castigar.
¡Ten ánimo! No soy salvaje,
debes dormir suavemente en mis brazos.

          El Salón de Columnas se convitió en un escenario en el que presenciábamos la lucha de la muchacha con el hombre huesudo, el Knochenmann, que venía en su búsqueda. Terrible el lento dramatismo del segundo tiempo, en que la muerte se acerca con sonrisa macabra y pasos quedos hacia el cuerpo temeroso de la muchacha, y esperanzada esa carrera, cada vez más veloz –allegro en el tercer tiempo, prestro y luego prestissimo en el cuarto– que el cuerpo joven emprende en su huída del visitante impasible. Y ese querido con que la muchacha llama a la muerte en la canción estaba también presente en el diálogo de los instrumentos, en esos compases de dulcísima armonía que Schubert intercala en la pelea: es ese intento último que hace toda víctima de lograr la compasión del verdugo cuando ve brillar el filo del hacha o la guadaña.

Las tapas relucientes de los stradivarius, bajo la mirada atenta del emperador. Fotografía del 26 de abril

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