Eran dos cuartetos en re menor, uno de Mozart y otro de
Schubert, y con el suave y sucesivo fraseo de los compases, la melancolía del
tono menor iba empapando lentamente los tapices, enroscándose sinuosamente a
las columnas, empañando las lágrimas de las arañas, elevándose como incienso hacia
las bóvedas triunfales de Giaquinto. Desde sus túnicas de alabastro, los
emperadores romanos apenas lograban mantener el gesto imperturbable.
Por algo se llama alma a esa oquedad del instrumento de la
que sale la música. Lo que sonaba el jueves en el Salón de Columnas era el alma
noble y ancestral de los stradivarius, la madera de aquellos árboles de Cremona
que alzaron sus copas hace más de tres siglos. Hay pocos sonidos más puros que
el de esos instrumentos salidos de unas manos artesanas que los fueron puliendo
y ensamblando amorosamente, y que ninguna técnica posterior ha logrado superar.
Con sus voces profundas fueron
hablando dos lenguajes: primero en el más sobrio de Mozart, luego en el más
apasionado de Schubert. Pero este Mozart maduro les hizo expresarse con temperancia
y rigor: el cuarteto 421 no tiene la suavidad galante de las partituras
juveniles. Con Schubert se dejaron llevar por las pasiones, pero había en ellas
un fondo de amargura: en el cuarteto 810 ronda el miedo del propio músico a la
muerte.
Schubert ya había escrito una
canción con el mismo título que el del cuarteto: La muerte y la muchacha. La canción era un breve diálogo, y el
cuarteto, aun sin palabras, repite ese mismo diálogo, y con mayor realismo.
La muchacha:
¡Pasa! ¡Pasa de
largo!
¡Vete, salvaje
hombre huesudo!
Aún soy joven, ¡vete,
querido!
Y no me roces.
La muerte:
Dame tu mano,
figura bella y tierna.
Soy amigo y no
vengo a castigar.
¡Ten ánimo! No
soy salvaje,
debes dormir
suavemente en mis brazos.
El Salón de
Columnas se convitió en un escenario en el que presenciábamos la lucha de la
muchacha con el hombre huesudo, el Knochenmann,
que venía en su búsqueda. Terrible el lento dramatismo del segundo tiempo, en que
la muerte se acerca con sonrisa macabra y pasos quedos hacia el cuerpo temeroso
de la muchacha, y esperanzada esa carrera, cada vez más veloz –allegro en el tercer tiempo, prestro y luego prestissimo en el cuarto– que el cuerpo joven emprende en su huída
del visitante impasible. Y ese querido
con que la muchacha llama a la muerte en la canción estaba también presente en el
diálogo de los instrumentos, en esos compases de dulcísima armonía que Schubert
intercala en la pelea: es ese intento último
que hace toda víctima de lograr la compasión del verdugo cuando ve brillar el
filo del hacha o la guadaña.
Las tapas relucientes de los stradivarius, bajo la mirada atenta del emperador. Fotografía del 26 de abril |
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