martes, 24 de abril de 2012

UN REGRESO FINGIDO


Mi amigo el periodista L.A., de Telemadrid, ha querido que recordara ante la televisión mi visita a Azorín de hace más de cuarenta años. Delante del portal de la casa de Zorrilla 21 he dicho algo de aquellos últimos meses de vida del escritor y luego, seguido por la cámara, he subido a pie los tres pisos hasta fingir que llamaba al timbre de la puerta. A pesar de la teatralidad de la escena y del foco que me iluminaba la espalda, me ha emocionado rozar aquel timbre que había tocado cuando tenía trece años. Qué ilusión más intensa había llevado a aquel niño, tan distante y tan próximo, a llamar a esa puerta. Desde entonces he pasado muchas veces por delante del portal, pero desde aquella tarde del 28 de enero de 1967 no había vuelto a subir las escaleras ni a esperar frente al umbral del tercero izquierda. Ahora es la sede de una compañía mercantil, y detrás de esa puerta habrá unos oficinistas enfrascados en sus papeles y sus pantallas de ordenador, sonará alguna musiquilla de fondo y de una mesa a otra se lanzarán algunos gritos nerviosos. Entonces, aquella puerta comunicaba con un silencio denso, solemne, oscuro. Una lucecita tenue iluminaba el recibidor, y a la derecha otra lámpara mortecina iluminaba una mesa cubierta con un tapete de encaje. En esa mesa estuve sentado con doña Julia Guinda, celosa guardiana de la soledad de su marido, que me miraba con curiosidad y miraba con curiosidad las dos fotografías que yo llevaba. Una de ellas es la que se reproduce aquí abajo. La otra era de cuarenta o cincuenta años atrás, y en ella Azorín, con abrigo y bufanda, tenía un libro en las manos. A doña Julia la visión de aquella bufanda le produjo una gran inquietud. ¿Dónde estaría ahora? Llamó a la doncella que andaba con delantal y cofia sorteando los muebles en penumbra, y le preguntó con preocupación por el paradero de la bufanda, pero aquella doncella, que no debía de tener los veinte años, no había venido al mundo cuando el señor usaba esa bufanda para combatir el frío, le faltaban veinte o treinta años para existir, y se excusó de su absoluta ignorancia. La bufanda no la había visto nunca. Luego me pasaron a ver a Azorín, pero eso ya lo he contado.


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