Ayer, al aparcar
el coche en una calle silenciosa de ese extremo señorial de Chamberí que es el
barrio de Almagro, me encontré de pronto con esta sonrisa. Lo que a veces pasa
con las personas, que levanta uno la vista para verlas porque ha notado antes su
mirada, pasa, o me pasa a mí al menos, con las ninfas. No sé si es por la
costumbre de buscarlas en las fachadas o porque sé donde habitan en mayor
número –y ahí, en Almagro, están las más bellas de toda la ciudad–, pero lo
cierto es que el cruce de miradas es frecuente.
El tenue esbozo
de sonrisa de esta ninfa no tiene nada que envidiar a la de Lisa
Gherardini, con la que comparte también la redondez de la cara y la dulzura de
los ojos. Pero esta es una Gioconda callejera y plebeya, ajena por completo al
mundo sofisticado de los museos, con su penumbra, sus alarmas, y su temperatura
y humedad constantes. Esta sufre los rigores del calor y del frío, las ráfagas
de viento y lluvia, la oscuridad de la noche y la luz cegadora del mediodía. Y
no hay vigilantes, ni alarmas, ni hidrómetros que velen por ella. Tiene más
mérito mantener así la sonrisa que hacerlo resguardada en una urna de cristal.
No hace falta haber leído a Kant para darse cuenta de que vemos a
través de nuestros prejuicios, y por eso tendemos a creer que una obra de arte
no puede ser de cemento y estar pegada a una cornisa, y también lo inverso, que
todo lo que hay en los museos son obras de arte. De esos errores de apreciación
está llena la vida. Nos creemos videntes, y quizá nos parezcamos más a unos
ciegos que caminan tanteando la realidad con el bastoncillo blanco de los
prejuicios.
Foto de ayer, 15 de abril de 2012 |
No hay comentarios:
Publicar un comentario