Al hacer ahora
inventario de los muchos papeles, planos y dibujos que dejó tras su muerte Fernando
Chueca Goitia, han aparecido –según me dice su discípulo P.N., amigo mío– unos esbozos y unas notas en los
que aparece el nombre de mi padre. Chueca no tuvo inconveniente en aceptar el encargo
más minúsculo de su carrera, llena de catedrales y palacios. “Siendo en
Toledo…”, parece que dijo con su voz lenta en permanente sonrisa, cuando mi
padre le abordó sin preámbulos en una librería. Chueca se puso inmediatamente a
la tarea: trazó con esmero los planos y las vistas del cigarral, dibujó el
friso de las cornisas interiores, la azulejería del rodapié, los faroles de las
fachadas, y hasta el portón exterior, con su albardilla y su cancela de hierro.
Todos los domingos,
sin faltar uno sólo, visitó la marcha de las obras a lo largo de un año. No sé
si es una práctica habitual entre los arquitectos. También vigiló
cuidadosamente los materiales. Quiso que todo se hiciera con restos de derribo.
Fueron llegando en camiones ladrillos de casas derruidas, modestísimas casas de
pueblo con las fachadas encaladas. Los ladrillos, con sus pegotes de cal o de
adobe, fueron cobrando una vida nueva en un lugar distinto. Las tejas, con el
rastro verdoso de los siglos, fueron cubriendo el esqueleto del desván. Chueca
hizo que se buscaran tres pequeñas columnas de piedra, para las que trazó unos capiteles
sencillos, y las colocó en los ventanales. Como historiador, le ilusionaba levantar
aquel cigarral en los terrenos en que tuvo su casona el canónigo toledano don
Juan de Vergara, catedrático de filosofía de Alcalá, traductor de Aristóteles,
perseguido por la inquisición y encarcelado. Vergara había conocido a Erasmo en
Flandes y luego mantuvo con él larga correspondencia. Después de pasar cerca de
quince años en las cárceles secretas del Santo Oficio, y teniendo al salir la
edad entonces ya provecta de cincuenta y cinco años, se encerró hasta su muerte
–que le llegaría diez años más tarde– en la casona toledana.
Veinte años después
de construida la casa, un buen amigo, un grabador bondadoso –lo que es un
pleonasmo, porque no hay grabador que no lo sea, por lo esforzado y amoroso del
oficio–, Emilio Marín, hizo esta punta seca del cigarral. Emilio Marín era un
gran pintor que vivió reducido a grabador de la Casa de la Moneda, para la que
hizo –inclinado durante décadas sobre la lupa, el buril y la matriz de acero– infinidad
de sellos y billetes. Emilio y Asunción pasaban muchos domingos con nosotros en
el cigarral. Algunas tardes, Emilio se retiraba en silencio a un rincón, y con el
punzón trazaba a pulso sobre la plancha de zinc o de cobre una vista de la
ciudad, o un árbol, o una tinaja, o unas humildes amapolas que habían florecido
entre los cardos.
En la historia
invisible del cigarral está la presencia de esos dos grandes hombres, famoso y
celebrado uno, y oscuro y casi anónimo el otro, un arquitecto de catedrales y
un grabador de pequeñas planchas de metal. Y detrás de ambos la silueta digna y
clerical del doctor Juan de Vergara, el amigo de Erasmo y de Vives, y como ellos
conciliador y tolerante, que supo perdonar sin amargura a sus perseguidores, y
que se encerró a depurar su alma frente a la silueta espectral de Toledo.
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