Son dos compositores muy distintos, probablemente
los antípodas del tango, ortodoxo uno –Enrique Santos Discépolo– y heterodoxo
otro –Astor Piazzolla–. Ernesto Sábato se extendió en la alabanza de Discépolo,
y de Piazzolla dijo sólo que era difícil. La alabanza de Discépolo no se
limitaba a los tangos, sino que se extendía también a sus obras de teatro,
hasta afirmar que era un gran escritor. Pensaron hacer tangos juntos, pero la
muerte prematura de Discépolo lo impidió. Sin embargo con Piazzolla, aunque
entre desavenencias y enfados, llegaron a hacer aquella Introducción a héroes y tumbas, en que el compositor recrea con flauta, violín y cello el
ambiente de la ciudad, mientras el bandoneón describe, con toda la melancolía
de la que es capaz, la soledad del protagonista.
Como una demostración práctica de lo que
decía, Sábato me llevó a la habitación de al lado, una habitación pintada de
verde en la que había una cama baja con una colcha blanca, que parecía una
sórdida habitación de hospital pobre, y allí rebuscó entre los lienzos apilados
sobre la pared hasta encontrar un retrato de Discépolo. En aquel retrato,
Discépolo parecía el agonizante del hospital, el primero que estaba llamado a
morir entre las paredes verdes.
Se veía que el retratista y el retratado
eran almas gemelas en una metafísica sombría, y de haber estado un rato más en
esa habitación verde con cuadros moribundos habría salido corriendo hacia la
tarde plácida de otoño –era un mes de marzo del calendario austral–, hasta no
ver la fila de cipreses que se alineaban como un premonición a lo largo de la
fachada.
Cuando volvía en el avión de Aerolíneas
Argentinas, un avión con algo de aquella metafísica sombría en los colores
oscuros de la cabina, iba sentado en el asiento de detrás Juan Manuel Serrat.
Le pedí que me dedicara la partitura de Malevaje,
el tango de Discépolo que él había cantado. Es un tango existencialista, que
pone en lunfardo la angustia de vivir que expresaron en alemán, por las mismas fechas, los filósofos de
la época,
El malevaje extrañao,
me mira sin comprender...
¡Si yo, -que nunca aflojé-
de noche angustiao
me encierro a llorar!...
Decí, por Dios, ¿qué me has dao,
que estoy tan cambiao,
no sé más quién soy?
me mira sin comprender...
¡Si yo, -que nunca aflojé-
de noche angustiao
me encierro a llorar!...
Decí, por Dios, ¿qué me has dao,
que estoy tan cambiao,
no sé más quién soy?
Es una interpretación demasiado
melodiosa y suave la de Serrat, demasiado adornada con sus habituales
inflexiones de voz. Es verdad que cuando se han hecho otras interpretaciones
más arrabaleras, más cayengues, para decirlo con el término lunfardo, suena a
falso. El término medio es difícil.
Malevaje, con dedicatoria de J. M. Serrat
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario