Hay un episodio en la vida de Rilke cuya realidad no se
ha podido constatar. Por esa razón no está en las biografías. Pero la vida
humana, ¿es sólo una sucesión de realidades visibles? ¿No sucede más bien al
revés, que la vida es un denso envoltorio invisible tejido en torno a lo
visible?
Rilke y Freud se encontraron en dos ciudades. La primera
fue Múnich. Era el año 1913. Rilke acompañó a Lou Andreas-Salomé a un congreso
de psicoanalistas. En sus memorias escribió Lou: “Me alegré de presentarlos, y
que Rainer y Freud se conocieran. Se cayeron bien, y estuvimos mucho tiempo
juntos, incluso hasta altas horas de la noche”.
La segunda ciudad es Viena. Año 1916. Al poeta le habían
movilizado al empezar la guerra, y después de unos meses de instrucción en un
cuartel de Múnich, le enviaron a un destino burocrático en Viena. Rilke fue a
visitar a Freud a su célebre clínica de la Berggasse número 19, hoy convertida
en museo. Unos meses más tarde de ese encuentro vienés, Freud escribió a Lou
–el poeta ya había vuelto a Múnich–: “Rilke me ha dejado suficientemente claro que
no hay manera de entablar una relación permanente con él. A pesar de lo
extremadamente cordial que fue en su primera visita, no ha sido capaz de
hacerme una segunda”.
Y ahora llega
el episodio oscuro. Freud escribió un pequeño texto –poco más de cuatro páginas–
que tituló Vergänglichkeit, que se
podría traducir como caducidad, transitoriedad, algo que es perecedero o
efímero. “Hace algún tiempo paseaba yo
por un florido campo estival en compañía de un amigo taciturno, de un joven
pero ya célebre poeta…”. Y en el relato de ese paseo hace Freud una de las
calas más profundas de cuantas se han hecho en el espíritu de Rilke, al que no
nombra en ningún momento. Es probable que Freud, ocupado por su trabajo en
cosas muy alejadas de la poesía, no conociera a fondo la obra de Rilke, pero en
ese relato está el núcleo de su obra poética: la pervivencia de los hombres y
las cosas, la dimensión invisible de unos y otras, tanto “en este lado” (diesseits) como “en el otro” (jenseits). “Admiraba la belleza de la
naturaleza circundante, pero sin poder disfrutar con ella, porque le preocupaba
la idea de que todo ese esplendor estaba condenado a perecer, de que ya en el
invierno venidero habría desaparecido, como toda belleza humana, y como todo lo
bello y noble que el hombre haya creado y pudiera crear. Todo le parecía carente
de valor por el destino de perecer a que estaba condenado”. “¡No! ¡Es imposible
que todo ese esplendor de la naturaleza y del arte, de nuestro mundo sentimental
y del mundo exterior, esté realmente condenado a desaparecer en la nada! Creerlo
sería demasiado insensato y sacrílego. Todo eso ha de poder subsistir en alguna
forma, libre de cualquier influjo que amenace aniquilarlo”.
Freud trata de convencer inútilmente a Rilke de
que la pretensión de eternidad es un simple deseo del hombre. “También lo
doloroso puede resultar cierto –le dice–, y el carácter perecedero de lo bello no
implica su desvalorización”. Y luego hace el diagnóstico del poeta, en el que
Freud no acierta: el poeta está pasando un duelo, pero todo duelo se supera y
la alegría de vivir vuelve.
Es probable que ese paseo estival por el campo
nunca tuviera lugar. Pero en ese paseo imaginario hay un Rilke más auténtico
que en cualquier otro paseo verdadero.
Fotografía de los psicoanalistas reunidos en un congreso.
Freud está en el centro de la imagen. Lou Andreas-Salomé, sentada, es la quinta
de la izquierda.
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