Causan una vaga melancolía esos
cuadros que se titulan abstractamente Retrato
de dama. Al vendedor –chamarilero, anticuario o subastador– no le ha dicho
el nombre de la retratada quien ha llevado el bulto vergonzantemente, envuelto
en grandes papeles de periódico, para que lo revenda. La tristeza que causan
esos cuadros es menor si se trata de un retrato del siglo XVII, pero es más
aguda si es del siglo XX. Porque, ¿cómo es posible que la ilusión de un marido
o un hijo, que ha encargado a un pintor más o menos famoso, quizá con un
heroico sacrificio económico, un retrato de la mujer o de la madre, se
transforme, sólo dos generaciones después, en la frialdad con que el nieto lo
entrega por unos pocos billetes en una tienda?
Hay que quedarse antes sin comer
que vender a una abuela. En esto hay que aprender de los viejos hidalgos, como
el amo del Lazarillo, que eran capaces de pasar hambre con tal de no entregar
su espada, sus viejos pergaminos, sus libros o sus retratos de familia.
Lo feliz de estas historias tan
frecuentes es que los Retratos de dama
suelen encontrar adoptantes. Al revés que en las adopciones comunes, en estas
adopciones pictóricas el adoptante prefiere que la criatura sea mayor, lo más
mayor posible, porque, cuando ya esté colgado el retrato en las paredes de su
casa, da más solera genealógica decir “es una antepasada del siglo XVII” que
decir “es mi abuela”. Porque abuela tiene cualquiera, pero antepasadas del
siglo XVII las tienen muy pocos.
El caso de este retrato tiene
algo peculiar. Porque la dama sin nombre es una mujer ingenua, quizá incluso
algo simple, que aceptó ser retratada sin ningún entusiasmo, y que no pretendía
quedar inmortalizada para la posteridad. No adoptó una pose erguida,
mayestática, sino la suya de siempre, con los hombros levemente caídos, los
mismos hombros caídos con que andaba por la casa o se sentaba a descansar un
rato después de terminar sus labores. Tampoco sonrió misteriosamente al pintor,
insinuando que su intimidad era indescifrable, ni se puso seria para realzar su
importancia. La dama desconocida tiene un gesto de absoluta inocencia, de
candor casi infantil. Y precisamente porque no se toma en serio su propio retrato,
y porque es del siglo XX, es muy probable que la dama desconocida no encuentre adoptante,
y siga durante mucho tiempo en ese limbo oscuro y polvoriento que son los
almacenes de los chamarileros y de las casas de subastas.
Á. de Sotomayor, Retrato de dama, 1927 |
Quien ha escrito esto? Es hiriente.
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