martes, 6 de marzo de 2012

RETRATO DE DAMA


Causan una vaga melancolía esos cuadros que se titulan abstractamente Retrato de dama. Al vendedor –chamarilero, anticuario o subastador– no le ha dicho el nombre de la retratada quien ha llevado el bulto vergonzantemente, envuelto en grandes papeles de periódico, para que lo revenda. La tristeza que causan esos cuadros es menor si se trata de un retrato del siglo XVII, pero es más aguda si es del siglo XX. Porque, ¿cómo es posible que la ilusión de un marido o un hijo, que ha encargado a un pintor más o menos famoso, quizá con un heroico sacrificio económico, un retrato de la mujer o de la madre, se transforme, sólo dos generaciones después, en la frialdad con que el nieto lo entrega por unos pocos billetes en una tienda?

Hay que quedarse antes sin comer que vender a una abuela. En esto hay que aprender de los viejos hidalgos, como el amo del Lazarillo, que eran capaces de pasar hambre con tal de no entregar su espada, sus viejos pergaminos, sus libros o sus retratos de familia.

Lo feliz de estas historias tan frecuentes es que los Retratos de dama suelen encontrar adoptantes. Al revés que en las adopciones comunes, en estas adopciones pictóricas el adoptante prefiere que la criatura sea mayor, lo más mayor posible, porque, cuando ya esté colgado el retrato en las paredes de su casa, da más solera genealógica decir “es una antepasada del siglo XVII” que decir “es mi abuela”. Porque abuela tiene cualquiera, pero antepasadas del siglo XVII las tienen muy pocos.

El caso de este retrato tiene algo peculiar. Porque la dama sin nombre es una mujer ingenua, quizá incluso algo simple, que aceptó ser retratada sin ningún entusiasmo, y que no pretendía quedar inmortalizada para la posteridad. No adoptó una pose erguida, mayestática, sino la suya de siempre, con los hombros levemente caídos, los mismos hombros caídos con que andaba por la casa o se sentaba a descansar un rato después de terminar sus labores. Tampoco sonrió misteriosamente al pintor, insinuando que su intimidad era indescifrable, ni se puso seria para realzar su importancia. La dama desconocida tiene un gesto de absoluta inocencia, de candor casi infantil. Y precisamente porque no se toma en serio su propio retrato, y porque es del siglo XX, es muy probable que la dama desconocida no encuentre adoptante, y siga durante mucho tiempo en ese limbo oscuro y polvoriento que son los almacenes de los chamarileros y de las casas de subastas. 

Á. de Sotomayor, Retrato de dama, 1927

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