No encuentro un
símbolo mejor que esta palabra, que es a la vez española y árabe, para
simbolizar la emoción de mi regreso a Tánger. He vuelto tres veces a la ciudad
donde pasé mi infancia. A la ciudad de entonces se ha superpuesto la de hoy. Lo
normal es que las ciudades evolucionen, se transformen, cambien. Pero en Tánger
no ha sucedido así: hay dos ciudades superpuestas, la de ayer y la de hoy. La
dos son visibles al tiempo. La de ayer está descolorida, y la de hoy es parda.
Han pasado tantos mediodías de sol africano sobre las cosas de entonces que
están desvaídas, herrumbrosas: los viejos rótulos, las fachadas, las
marquesinas, las baldosas, los muebles de los cafés. Pero todo sigue allí. Las
mismas cosas están en los mismos sitios. Igual que entonces. Nada ha cambiado. El
color que prevalece hoy sobre ese fondo descolorido es el pardo: es el color de
las chilabas. Cafés cosmopolitas, en que europeos despreocupados charlaban en
todos los idiomas, los ocupan hoy filas silenciosas de hombres solos, que no
hablan entre ellos; sólo miran en silencio, horas enteras, sin moverse apenas. Pero
los sofás que fueron rojos siguen siendo, desvencijados, los mismos. Han
cambiado los rótulos de las calles y unos nombres han sustituido a otros. Pero conviven
los dos callejeros, y los tangerinos siguen identificando las calles por un nombre
y por otro. Es otra prueba de esa extraña simultaneidad de las dos ciudades. La
calle en que vivimos se llamaba Balmes, y hoy Mussa Ben Nussair –el “moro Muza”
que encabezó a los invasores–. Se puede preguntar a cualquier transeúnte por el
nombre antiguo o por el moderno.
Vuelvo a las
alcayatas. Nuestra casa de la calle de Balmes tenía una rotonda con terraza que
daba al mar. Esa visión del mar, enmarcada por una calle estrecha, y también,
cuando el día era muy claro, de la lejana costa española, es uno de mis
recuerdos más antiguos. Del pretil de la terraza colgaba, sujeto por dos
alcayatas, un gran letrero que anunciaba las horas de consulta de mi padre. En
mi primer regreso a Tánger –habían pasado más de cuarenta años desde que nos
fuimos– volví a la calle de Balmes. En el camino, desde el hotel a la casa,
todo seguía igual: el almacén donde mis padres me compraban juguetes, la
peluquería donde me cortaba el pelo, el horno donde vendían el pan, la
minúscula abacería con sacos rebosantes de especias de colores intensos. Todo
era igual y a la vez distinto, como si nadie hubiese remediado el paso
devastador del tiempo. Miré con nostalgia la rotonda desde la que se veía el
mar y la costa española. Y allí, en el pretil, seguían las dos alcayatas que
cuarenta años antes habían sostenido el letrero que anunciaba la consulta de mi
padre. Es probable que nadie, en cuarenta años, haya detenido la mirada en
ellas. No son nada. Dos minúsculos codos de hierro. Pero me dio la impresión de
que esperaban mi regreso. Allí han estado durante cuarenta años para que
alguien volviera a mirarlas. Y ni la vista de la bahía, ni los olores
recobrados de la Medina y de la Kasba, ni los grandes bulevares inundados de
sol, ni los largos silbidos de los trasbordadores de Algeciras me han emocionado
tanto como esas dos pequeñas, fieles y apenas visibles alcayatas grises.
El mar al fondo de la calle de Murillo
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Muchas gracias por su comentario. Para mí es un placer leerle y le felicito por su web. Hoy me he encontrado con la palabra "alcayata", desconocida en mi vocabulario. He dado un paseo por las dos ciudades de Tánger y entrado a ese café a charlar con los tertulianos, como antaño (como refleja La tertulia del café Pombo, de Solana). Gracias pues.
ResponderEliminarUn cordial saludo,
Juan Pablo
Maravilloso post y preciosa foto Antonio. Enhorabuena.
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