Sacha Guitry fue un taquígrafo apresurado de su época y de su vida, autor de una docena de libros que acaban siendo una autobiografía, y de más de ciento cuarenta obras de teatro que rebosan ingenio. Pero era superficial. Su obra es ligera. Sus argumentos, banales. Tan banales por cierto, que una comedia en cinco actos, Tu m’aimes, no tiene argumento. Consigue mantenerse en pie –y al lector en vilo– sin una trama que la guíe. Sacha Guitry fue encasillado en el teatro de bulevar, y eso le relegó al desdén oficial. En España, Tomás Borrás tradujo una de sus comedias en 1943. Veinte años más tarde se tradujo N´écoutez pas mesdames, con el título absurdo de Sólo para hombres, y la traducción no se hizo del francés, sino de una previa versión inglesa. Hace unos meses se estrenó en Madrid una obra suya. Y eso esto todo lo que ha llegado a nosotros de una obra grande, brillante, personalísima.
Aunque Guitry escribió de muchas cosas, siempre está escribiendo sobre su vida. Escribe con prisa, como si recogiera precipitadamente en cubos esa vida que le desbordaba por todas partes. Como achicando su propia abundancia. Amó apasionadamente la vida y también el arte, la literatura, la ciencia, su país, otros países, a la mujer en abstracto y a cada mujer en concreto, admiró a los grandes hombres de todos los tiempos y admiró el cine, para el que escribió y dirigió cuarenta películas. Se le imagina uno escribiendo con urgencia, con al abrigo puesto, deseando llevar el manuscrito a la imprenta o a recitarlo él mismo sobre el escenario. Fue un gran actor.
A fuerza de verbalizarse, se hace absolutamente transparente. Escribió todo lo que pensaba, lo que amaba, lo que soñaba, lo que fantaseaba, lo que deseaba, lo que quería y lo que le molestaba. No lo que odiaba, porque probablemente no odió nunca, ni siquiera a los que, acusándole de colaboracionista, le metieron en la cárcel después de la guerra. Aunque su obra está teñida de humor, no fue un humorista: fue un escritor que vio el mundo con agudeza y sensibilidad. Guitry es uno de esos escritores que a fuerza de derrochar intimidad sobreviven, ellos mismos, en sus libros. El lector no sólo le lee, sino que le trata. Se hace amigo.
Guitry era, además, un gran cosista. Las personas que aman apasionadamente la vida se vuelcan en las cosas, las reúnen, las cuidan y se sienten felices entre ellas. Hay unas pocas páginas en las que está encerrado el espíritu de todos los miles de páginas que escribió; se titulan Viaje alrededor de mi despacho. Ahí está su universo: varias docenas cosas que tenía a su alrededor. Cito sólo algunas: un autorretrato de Cézanne, un dibujo de Van Dyck, uno de Watteau y otra infinidad de dibujos –Fragonard, Delacroix, Ingres, Renoir, Van Gogh–, una acuarela de Rembrand, tres cuadros de Monet y uno de Modigliani, cartas de La Fontaine, de Mozart, de Goethe, de Balzac, de Baudelaire, de Maupassant, de Tolstoi, de Rodin, cartas de amor todas, que eran las que le interesaban, un tintero, una bata y una sortija de Flaubert, el contrato para la edición de Madame Bovary, las dos mil seiscientas páginas manuscritas de L´éducation sentimentale, primeras ediciones de La Rochefoucauld, Montaigne, La Bruyère y Molière, la corona que llevaba Sarah Bernard cuando interpretaba a la reina en el Ruy Blas, el diploma de bachiller de Verlaine, un cheque firmado por Dickens que nunca se cobró, un cuadernito escrito por Renan en hebreo con los salmos que recitaba todos los días. Pero lo importante no eran las cosas, valiosas o raras, en sí mismas, sino lo que significaban, la vida vivida que encerraban en ellas. A Guitry lo que verdaderamente le importaba era la vida.
Hablando de Sacha Guitry hay que recordar a Eugenio D’Ors: “Superficial: elogio supremo”.
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