Llama la atención en este aguafuerte de Berriobeña, que tengo cerca desde
hace años, el contraste entre la soledad del flautista y el esmero con el que
toca. Porque miren las manos: revelan un enorme esfuerzo por conseguir una
melodía limpia, clara, expresiva. Arquea los dedos con enorme delicadeza. Inclina
todo el cuerpo hacia la flauta, que es apenas visible. Y está sólo. Con ese
tronco seco y ese fondo homogéneo, el grabador ha conseguido transmitir la
sensación de absoluta soledad. Parece incluso que el flautista está en un
planeta deshabitado.
Al flautista no le preocupa el auditorio, y no se preocupa tampoco de
sí mismo. Nadie diría que es un mendigo, quizá es un ser extravagante, a quien
la indumentaria convencional le tiene sin cuidado, y él viste como quiere, como
se siente cómodo para tocar la flauta, que es lo que realmente quiere hacer, a
lo que se entrega, olvidado de todo lo demás.
No tiene partitura, está creando su propia música, está recreándose en
el mundo sonoro que va inventando soplo tras soplo, nota tras nota. Va tejiendo
la melodía con la misma obstinación del orfebre, como el alfarero que gira el
torno incansablemente mientras pone con suavidad sus manos sobre la arcilla
húmeda que va tomando poco a poco la forma de vasija.
Este solitario flautista encaramado a un tronco seco me ha parecido
siempre un símbolo del creador, del que en el silencio de su rincón va haciendo
pausadamente su obra –cuadro, libro, partitura-, y día tras día va eligiendo
con exquisito cuidado cada uno de los trazos, cada una de las palabras, cada
una de las notas. Hace lo que tiene que hacer, está cumpliendo un deber interior
que no sabe quién le ha impuesto, pero no podría desoír ese mandato sin
traicionarse, y sólo quiere tener la paz de sentirse fiel a sí mismo.
Buenos días, Don Antonio, y gracias por esta imágen. Con esa iluminación de su figura, a mí me parece que el flautista no está solo, sino en comunión con Diós.
ResponderEliminarCarla