Pensaba mucho y hablaba poco. Y cuando
hablaba lo hacía en voz baja. Disfrutaba la vida, y su vida eran sólo paseos y
lecturas. Siempre sólo. A la caída de la tarde cenaba, durante muchos años en
una tasca de la calle de la Luna, y en los últimos tiempos en otra tasca de la
calle de Fomento. Desde los ventanales del salón de su casa –que era un modesto
apartamento de la plaza de España− se veía la cornisa del Palacio Real y la
cúpula de la Almudena, y abajo un tablero cubista de tejados rojos. A veces se
sentaba frente a uno de los pianos de cola que, encajados uno en otro, ocupaban
casi todo el salón. ¿Qué tocas cuando está sólo?, le pregunté. Y sonriendo
–sonreía siempre, para borrar cualquier atisbo de solemnidad en sus palabras−
me contestó músicas crepusculares.
Algunas tardes tocó en mi casa, antes de
cenar. Con la tapa del piano vertical cubierta de libros apilados, con las
cuerdas mal templadas, con algunas teclas más flojas que las otras… daba lo
mismo. La habitación se trasfiguraba, se elevaba arrebatada por la catarata de
notas que fluían, limpísimas, en torrente.
También tocó en la presentación de dos libros míos. Para Música y poesía del tango preparó un programa en dos partes, la
primera con tangos compuestos por Gardel
y la segunda, que él disfrutó más, con tangos de Albéniz, de Milhaud, de
Ernesto Nazareth, de Satie, de Kurt Weil. Para Felisberto Hernández-El tejido del recuerdo interpretó las
partituras de Felisberto que me envió su familia desde Montevideo. Era la
primera vez que se tocaban en España, y quizá en Europa. Algunas de las
personas que asistieron me recuerdan de vez en cuando la interpretación de Negros que hizo Jacinto Matute aquella
tarde de noviembre de 2005: con qué prodigiosa sonoridad los acordes más graves
imitaban esos golpes de tambor que son la médula del candombe. Para otro libro,
Las ninfas de Madrid, ya había
pensado –sin que yo le dijera nada− en las ilustraciones musicales: las dos Ondinas, la de Ravel y la de Debussy, y
alguna otra pieza. La generosidad de mejor ley se anticipa siempre.
En el año 1955, cuando tenía veintiún
años, le dieron el premio nacional de virtuosismo. Del Conservatorio de Madrid
se fue al de Múnich, y allí estudió perfeccionamiento con Rosl Schmid, la gran
intérprete del piano romántico. Al volver de Alemania ganó los primeros premios
de los principales concursos de piano. Después de un tiempo de actuación como
solista formó un dúo, en 1974, con Ángeles Rentería, catedrática del
Conservatorio Superior de Música de Madrid. Juntos han interpretado todo el
repertorio de piezas compuestas para dos pianos, desde Mozart y Liszt hasta
Bela Bartók, Poulenc y Gershwin.
El dúo tuvo grandes éxitos en Europa y América –uno de ellos en un concierto
dedicado íntegramente a Stravinski en la Sala Gaveau de París−, pero de eso
Jacinto Matute no hablaba nunca. ¿De qué hablaba? Me doy cuenta ahora de que
hablaba sólo de lo que suscitara su interlocutor. Era tan silencioso que apenas
tomaba la iniciativa en las conversaciones. Pero había algunas cosas que
parecían estar rondándole siempre por la cabeza: su casa del puerto de Cádiz,
desde la que vio llegar los restos de Falla hacia su último destino en la
cripta de catedral; las clases de su primera maestra de piano, doña Carmen del
Castillo, en la planta baja, con reja, de una casa encalada del barrio gaditano
de Santa María; los amigos de sus primeros paseos madrileños, Carmelo Bernaola,
Manuel Angulo, Ángel Arteaga, y más joven que él, y más recordado tras su muerte
prematura, Rafael Orozco…
Cuando llegó a Madrid para ser ingeniero
fue con sus padres a ver a Federico Sopeña, que era entonces director del
Conservatorio. Sopeña convirtió aquella entrevista en un artículo de Arriba en que a Jacinto le hizo
violinista. El propio Sopeña, que había optado él mismo por lo que llamaba “la
plenitud de dos vidas”, criticaba a Jacinto Matute porque no quería ser sólo
músico. Jacinto se matriculó al final en derecho y se hizo registrador. Toda su
vida tuvo que guardar, como un funambulista, el equilibrio entre dos
profesiones que le exigían, cada una por su lado, cosas distintas, y muchas
veces complejas y preocupantes. Alguna vez me citó casos de otros músicos
funambulistas: Borodin, que era catedrático de química, Ansermet, que era
profesor de matemáticas...
El fortiter
in re, suaviter in modo que recomendaba Quintiliano presidió no sólo su
vida, sino también su ejecución pianística: había mucho rigor y mucha
reciedumbre detrás de su fraseo limpísimo. Nunca necesitó partituras a la hora
de actuar en público, porque su memoria era prodigiosa. Una tarde que
paseábamos por el Madrid viejo y vimos los ventanucos alineados de una casa
interior que habían quedado al descubierto por un derribo, recitó por lo bajo
el artículo 581 del Código civil, la servidumbre legal de luces. Estaba ya
jubilado y recordaba el Código con la misma precisión que en sus años de
opositor.
Anticipó su jubilación un par de años,
porque quería dedicarse –por fin− al piano sin interferencias
jurídico-inmobiliarias. Pero entonces, a la vuelta de un viaje a Huelva, donde
se le iban muriendo los últimos parientes, se fracturó un dedo. En urgencias le
hicieron una operación precipitada, y luego tuvieron que hacerle alguna más.
Otro habría dicho que para él ese modesto dedo meñique de la mano izquierda
tenía especial importancia. Pero no lo dijo: por delicadeza y también por
timidez. Aun así siguió tocando. Pero me dijo que era el único dedo en que
tenía que pensar cuando se sentaba ante un piano.
Hoy, 22 de marzo, hace cuatro años que
murió Jacinto Matute. Aquel día fue sábado. Terminaba la Semana Santa. Murió en
Sevilla. Qué triste este viaje último a una de las ciudades que más quería: en
ambulancia la ida y en coche fúnebre la vuelta. Un mes antes –el 18 de febrero−
había muerto Miguel Zanetti, discípulo también de Cubiles, amigo suyo. La
última que vez que los vi juntos, Jacinto le preguntó, ¿cuántas veces has
acompañado al piano a Victoria de los Ángeles? Y Zanetti contestó: 1.472. Los
dos, cigarrillo en mano, sonrieron.
Fotografía de noviembre de 2005 |
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