Hélène ha seguido a su marido por los más
altos puestos diplomáticos de Europa, ha vivido la vida brillante y mundana de
los salones, y ahora pinta pequeños lienzos llenos de color desde el silencio
de una terraza de Aix-en-Provence, la ciudad francesa, romana y renacentista. Hélène
madruga, sube a la terraza que se abre sobre un damero de tejados rojos, y
mientras extiende los pinceles y los tubos de color, el sol empieza a iluminar
la ciudad antigua y señorial que despierta. Entonces Hélène piensa en los
acantilados del Mar del Norte, en las calles abigarradas de Alejandría, en las
avenidas solitarias de Belgrado, y pinta. Pinta de memoria. Por unas horas no
está en una terraza de Aix, sino en un escenario tan vivo y presente como esos
tejados que se extienden ante sus ojos, pero que es de otro tiempo, casi de
otra vida.
Hélène conserva la juventud perpetua de
quien ha nacido en París, ha estudiado ciencias políticas y ha vivido con
entusiasmo el mayo del 68. Tiene los ojos azules –¿o son grises?–, sonríe siempre, y tiene esa politesse
du coeur que
se traduce en un trato delicado y solícito. Ahora, en Aix, organiza
conferencias y exposiciones, lee incansablemente, y también se sienta en la
terraza a no hacer nada: a sentir los latidos de la ciudad antigua y a dejar
que la memoria la lleve a otros lugares. Viene todos los años a Madrid, y pasa
una semana algo desorientada. Hace treinta años vivió en una buhardilla de
Plaza Mayor y nota que la capital cambia muy deprisa. Cada año damos un paseo
por el Retiro, y Hélène se queda ensimismada con cosas que a los demás nos
pasan inadvertidas: las copas, muy juntas, de dos pinos solitarios, los brotes que
empujan en las ramas de los arces, un joven que hace grandes pompas de jabón. Y
de pronto se entusiasma con las pompas de jabón, con las barcas del estanque,
con el azul tan limpio –casi
añil, dice– del cielo.
Su marido, el escritor y diplomático
Julián Ayesta, está tan presente como si aún estuviera aquí, sentado en la
misma mesa mientras comemos, paseando con nosotros por el Retiro, opinando en
todo lo que hablamos. Hasta hace poco, los ojos se le humedecían al hablar de
él. Ahora lo hace con jovialidad, como si le hubiese recuperado.
En un pequeño cartón cuadrado ha pintado
un paisaje. Al fondo gravita un cielo primaveral, un cielo voluble y violento,
que puede convertirse en tormenta o abrirse con grandes nubes blancas. Sobre el
campo ondulado y verde han brotado, apiñadas, unas flores. Hélène sabrá su
nombre, como sabe el de todas las flores y todos los árboles, no por alarde de
erudición botánica, sino porque el cariño tiene sus reglas, y se quiere más lo
que se conoce, lo que se distingue, lo que se identifica. Lo he traído para ti, me ha dicho.
Gran paseo por el hermoso parque de El Retiro.
ResponderEliminarSaludos cordiales,
Juan Pablo L. Torrillas
Saludos también a ti, Juan Pablo, y felicidades por tu blog.
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