(Diálogo en el velador:
-Pero no habíamos quedado que los jueves...
-No, no, mantengo mi palabra, los jueves nunca. Aunque la verdad es que no he dicho rotundamente, inapelablemente, que nunca jamás. Quizá alguna vez haya que mandar algún aviso al lector, y entonces...)
-Pero no habíamos quedado que los jueves...
-No, no, mantengo mi palabra, los jueves nunca. Aunque la verdad es que no he dicho rotundamente, inapelablemente, que nunca jamás. Quizá alguna vez haya que mandar algún aviso al lector, y entonces...)
Dentro de pocos días, el domingo próximo, se clausurará la exposición sobre Rizal que ha organizado la Biblioteca Nacional a lo largo de un sinuoso laberinto de paneles azules montado en la llamada, pomposamente, Sala Hipóstila. Es difícil acertar en las exposiciones dedicadas en un escritor, y en este caso la BN no ha acertado: todo son cositas minúsculas. Se echa de menos que la BN no distribuya lupas en la entrada. Hay que andar esquivando los reflejos que lanzan los cristales de las vitrinas. Cuando se trata de un escritor no queda más solución que colocar grandes paneles con textos y portadas, ampliar manuscritos y fotografías, y poner algo del arte que concuerde con la sensibilidad del autor, o al menos de su época o de sus gustos. En esta exposición falta todo eso.
También falta su relación con España. Parece una exposición pensada para finlandeses. Rizal estudió medicina y filosofía y letras en Madrid. En la facultad de filosofía coincidió con Unamuno. Se hicieron amigos. ¿Por qué calles del Madrid de la Restauración paseó Rizal, en qué aulas se sentó a oír a los maestros, qué poemas escribió en sus años de estudiante madrileño? ¿Cuánto influyeron en él –si influyeron- las enseñanzas de Menéndez Pelayo y de Castelar, qué relación tuvo con sus compañeros de curso? En esos años vivió una crisis existencial y literaria que se revela en los últimos versos de un poema escrito en Madrid,
Porque en medio del desierto
donde discurro sin calma
siento que agoniza el alma
y mi numen está muerto
y el rastro de esa lucha interior está ausente en esta rememoración de Rizal.
No hay desagravio posible de esa escena en que un pelotón de soldados españoles fusila a José Rizal, un poeta de treinta y cinco años y cuerpo menudo, un romántico tardío en su obra y su vida –quiso morir con levita y con el sombrero puesto-, al que sus ejecutores colocaron de espaldas para mayor escarnio. Pero al menos podría haberse aprovechado esta ocasión para escribir definitivamente un capítulo que falta en las historias de la literatura española: la de los novelistas y poetas filipinos que escribieron en español, un capítulo heroico –que dura hasta nuestros días- que sólo puede estar encabezado por Rizal, aunque sus personajes sean muchos.
Rizal fue independentista, pero no renegó de la cultura colonizadora. “Cuando desaparezca la bandera española, quedará el recuerdo de España, eterno, imperecedero”, escribió con apasionamiento romántico. Él mismo, que tradujo a Schiller y a Andersen al tagalo, quiso hacer su obra en español.
El símbolo de esta exposición debía haber sido la foto del fusilamiento –que se conserva en el museo del Ejército, ahora en Toledo-y, en torno a ella, las portadas de los libros españoles de Rizal.
Rizal en su monumento madrileño de la calle Islas Filipinas, bajo la ola de frío siberiano. Fotografía de ayer. |
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