En una larga
carrera de escrutador de fachadas, ejercida en ciudades de varios continentes, se
acaba encontrando rostros de todas las materias y de todos los tamaños. Hasta
ayer mismo estaba convencido de que el menor de esos rostros estaba acuñado en el
pomo de hierro de un portal de la ciudad siciliana de Palermo (vía Lungarini,
número 21). Pero ayer ha aparecido uno menor, y en una calle de Madrid por la
que he pasado infinidad de veces. Es un mínimo bajorrelieve, de apenas dos
centímetros, fundido en bronce. Estas obras callejeras de arte le sumen a uno
siempre en melancólicas elucubraciones. Son doblemente anónimas, porque no
tienen autor conocido, pero tampoco tienen espectador conocido. En unos casos
son tan pequeñas que pasan inadvertidas (ya digo: he pasado centenares de veces
por delante de este portal), en otros casos están situadas tan en alto, que
nadie alza la mirada para contemplarlas. Además son adornos, y los adornos se
dan siempre por vistos, como los marcos de los cuadros o las molduras de las
puertas. Cumplen su función con solo existir. Si cualquiera de estos
bajorrelieves se enmarcara y se expusiera un museo, los visitantes se
detendrían asombrados. Pero en el lugar en que están –una puerta, un dintel, una
cornisa, o como en este caso, una aldaba–, les basta con cumplir con su deber de
presencia. No exigen que, además, se les preste atención.
Este pequeño rostro madrileño no llega a ser de una ninfa. Es demasiado
niña. Vladimir Nabokov fue el que inventó la palabra nínfula, en su novela Lolita: “Entre los nueve y catorce años
surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces
mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana sino de ninfas; propongo
llamar nínfulas a estas criaturas escogidas”. En realidad, él escribió nymphet, porque Nobokov escribió la
novela en inglés. Cuando
él mismo la tradujo al ruso escribió nimfetki
—нимфетки—. En la edición francesa se tradujo por nymphette. El traductor español usó el diminutivo latino y escribió
nínfula. Nadie recuerda ya el nombre
del traductor, pero su neologismo (él no) hizo fortuna.
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía.
Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde
del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo-li-ta.”
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