No es la época de mi generación, pero casi la hemos tocado con esa punta de los dedos que tiene la memoria. Nos ha llegado por la sangre –eran los tiempos de infancia y primera juventud de nuestros padres– y también por la imagen, porque era el fondo de las películas americanas en blanco y negro. (Si las llamara lágrimas nadie me entendería). Pero no, no se trata de lágrimas, sino de otra cosa, difícil de expresar: una especie de ingenuidad feliz en un ambiente de muebles de raíz y níquel. Ahora Fernando Castillo le ha dedicado un libro, Madrid y el Arte Nuevo, un libro que reúne todo lo de una década –la que va de 1925 a 1936–: historia, arte, literatura, sociedad, política, arquitectura, por supuesto, y también un poco de nostalgia. Que el libro esté atravesado por la nostalgia es prueba de lo que digo: no hemos llegado a vivirlo, pero casi. Sólo se puede tener nostalgia de lo que se ha vivido.
El rigor geométrico del racionalismo arquitectónico llegó a la vez que las curvas elegantes del art decó. El racionalismo en los edificios y el art decó en los muebles. Cuando llegamos nosotros ya no estaban los muebles, pero seguían –y no todas– las fachadas. Cuántas largas tardes hemos pasado –programa doble y sesión continua– en el cine Barceló, en el cine Proyecciones, en el cine Europa, en el cine Tetuán, en el cine Fígaro, en el cine Salamanca. Cafeterías hemos llegado a conocer alguna, y aún conservaban algo del mobiliario de la época, pero ya han cerrado todas.
De aquel Madrid ilusionado que alcanzaba, de uno en uno, el millón de habitantes, hemos pasado a este otro que en oleadas tristes va alcanzando los cuatro millones. Aunque la arquitectura de aquella época ha ido cayendo –la paz fue más destructiva que la guerra–, siguen quedando algunos buenos testimonios: los chalés del Viso con sus salientes semicirculares que imitan las torres de mando de los buques, el edificio Capitol –restaurado con cuidado y acierto en estos últimos meses–, y sobre todo el Viaducto. Cuando el tiempo, que todo destruye –como dice el tango–, haya arrasado todo lo demás, quedará el Viaducto, que es ya la osamenta de un mamut prehistórico que bajaba a beber en las aguas del Manzanares.
El libro tiene muy bellas ilustraciones de Damián Flores. Pero uno quiere aportar su pequeño homenaje a aquel Madrid del Arte Nuevo y a este libro que lo rescata con una viñeta de cosecha propia:
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