No sé de dónde procede el
encanto de las luces, siempre imprecisas y muchas veces temblorosas, que
alumbran los interiores de las casas. Quizá imaginamos el plácido refugio de
los que viven dentro cuando nosotros les miramos desde la intemperie. Quizá nosotros,
paseantes solitarios, echamos de menos esa tibia vecindad de los cuerpos que
empaña las ventanas. Quizá porque, iluminados con esa luz interior, los
edificios empiezan a albergar una vida visible, y antes, cuando estaban a la
luz del día, eran sólo impenetrables moles de hormigón. Quizá porque las
habitaciones encendidas son la mejor metáfora de la intimidad.
Un paseo, de noche, por una
ciudad del norte de Europa –Brujas, Amsterdam, Lübeck, cualquier otra– es como
adentrarse en el misterio de una ciudad escondida. Grandes ventanales, adornados
en lo alto con mínimos visillos de encaje, enmarcan las escenas domésticas más
variadas, una mujer que lee junto a una lámpara, unos niños que juegan, una
familia reunida que cena entorno a una gran mesa, un hombre que habla por
teléfono –y casi podemos adivinar sus palabras–. Sobre la acera sopla un viento
frío, y dentro la vida discurre lentamente.
Un grabador con nombre de
general sitiado, José Moscardó, ha hecho dos bellísimas serigrafías que
retratan la intimidad de dos ciudades muy poco íntimas: Madrid y Barcelona. Era
invierno, dos inviernos que distaban entre sí más de una década, eran dos
escaparates –uno en Madrid y otro en Barcelona–, y allí estaban, sobre un
caballete, cada una de las serigrafías. Los transeúntes andaban –andábamos–
embozados en bufandas, ateridos de frío, y la luz interior de la galería y la
luz interior de los edificios pintados era como una doble llamada de humanidad,
de fraternidad.
Como en el poema de Rosales,
al mirar hacia arriba,
vi iluminadas, obradoras, radiantes,
estelares,
las ventanas,
–sí, todas las ventanas–,
Gracias, Señor, la casa está encendida.
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