sábado, 16 de junio de 2012

LA ALEGRÍA DE ANDAR


      La alegre aliteración de las cinco vocales repetidas del título y ese caballero de los años cuarenta que recorre tan jovialmente la Europa de posguerra –en la que parecen no haber hecho mella las bombas– nos empujan a la calle. Andar, andar, y al andar dejar atrás lo que esa mañana o esa tarde nos tortura, grande o pequeño, porque lo pequeño, a fuerza de su presencia insistente puede resultar tan abrumador como lo grande. Andar, andar.

       Pero ¿simplemente andar? ¡Hay tantas maneras de andar! Porque se puede barzonear, pajarear, deambular, callejear, viltrotear y cantonear, y cabe también orearse y pernear… No seamos tan ligeros que no elijamos antes de salir cómo vamos a andar. “El pensamiento —decía José María Valverde con una broma que era a la vez una gran verdad— se hace en la boca”. Primero la palabra, después la acción. Cernuda aprendió, en los años en que estuvo enseñando en Inglaterra, que dar un constitucional es —para los ingleses— emprender un breve paseo nocturno después de la cena. Y desde que lo supo, lo dio, y lo siguiendo haciendo el resto de su vida.

El que barzonea anda “sin destino” —según el diccionario académico—, el que deambula anda “sin dirección determinada”, y el que brujulea  anda “sin rumbo fijo”. Parece lo mismo, pero no lo es. Barzonea el que parece ir muy decidido a despachar un asunto, y sin embargo no es así: va sin destino. El que deambula tiene algo de sonámbulo; no distingue direcciones, y tan pronto sube como baja, va a izquierda o derecha, se aleja o se acerca. Pero el que brujulea va, con toda conciencia, de un lado para otro. Brujulear se hace por el puro el capricho de cambiar de rumbo, que es uno de los pequeños placeres la vida.

        Ese andar sin rumbo, cuando es por la ciudad, puede adoptar tres variedades: callejear, viltrotear y cantonear. La diferencia entre callejear y viltrotear no está, en realidad, en el significado —el diccionario remite de una palabra a la otra—, sino en eso que los lexicólogos llaman el registro: viltrotear es una palabra coloquial y algo peyorativa. Parece que su etimología la forman la vileza y de trote, y  no es así; viltrotear viene de villa: el que viltrotea sólo se puede hacerlo por la ciudad.

        Cantonear perfila con rasgos muy acusados a quien lo practica. El que cantonea vaga ociosamente de una esquina a otra. ¿Por qué en lugar de pasear por la acera, el paseante elige las esquinas? Pues no hay duda: va de esquina en esquina porque quiere ver; las esquinas dan mayor perspectiva que un simple tramo de acera. El que cantonea mira su entorno. Quizá el cantoneador —o la cantoneadora— quiere simplemente, que le vean. En todo caso, al cantoneador se le nota que lo es. Al brujulea, callejea o barzonea se le confunde en la multitud. El cantoneador, sin embargo, no sólo nos  mira, sino que le vemos: nos mira sólo para vernos, o nos mira para que le miremos.

      Hay, por último, dos maneras de andar solo que no suponen el simple andar por andar. Esas dos maneras son el orearse y el pernear. El que se orea sale al campo o a la calle para tomar el aire. Viene de un lugar cerrado, en el que ha estado, probablemente, varias horas sin salir —de una comisión, de una reunión, de junta, de una asamblea—, y probablemente también, ha hecho un gran esfuerzo —aunque sólo fuera el de aguantar sentado—, y ha sentido, de pronto, la necesidad de una sacudida de aire libre y fresco en la cara.

      El que pernea tiene el gusto o la costumbre —quizá en algún caso la ineludible necesidad— de hacerlo todo a pie. Es un ser esforzado. Por voluntad o por destino. Al que pernea, como al que cantonea, se le nota. Va a hacer algo serio. Y lo hace con esfuerzo. Lo hace incluso, como dice el diccionario, “con fatiga”.

         En las diversas culturas —y en sus diversos idiomas— hay distintas maneras de andar. La manera francesa de andar solo es flanear. Flanear es un arte: l’art de la flânerie. También es un estado del espíritu, hecho a medidas de calma y de curiosidad. El que flanea mira con sonriente interés todo su entorno, y disfruta de las pequeñas cosas, los perros que cruzan, la aldaba de una puerta, el rótulo de un comercio, los brotes de un castaño.

         La manera alemana de pasear en soledad es el wandern. Supone andar con libertad por la naturaleza. El modo romántico, decimonónico, del wandern era precisamente el individual, el solitario, porque el caminante buscaba la soledad; o mejor dicho, buscaba el diálogo de su intimidad con la naturaleza sublime. El wandern llega a su cúspide en la obra de Heidegger. Uno de sus libros principales se titula Holzwege: son los caminos de madera que cruzan los bosques alemanes, por los que el propio Heidegger paseaba. El lema de su pensamiento era Camino, no obrasWege, nicht Werke—: la filosofía debe ser un continuo planteamiento de problemas. Pasear —wandern— y filosofar vienen a ser lo mismo: una búsqueda itinerante de lo nuevo.

El catalán tiene una palabra exclusiva, intraducible, quizá sólo puede usarse en esas avenidas luminosas, ligeramente inclinadas al mar y aireadas por la brisa, que son las ramblas. Anem a ramblejar. La alegría de andar en estado puro.

César González Ruano, La alegría de andar, Madrid 1943

jueves, 14 de junio de 2012

ESPEJOS DEL ALMA


            ¿Qué revela mejor el interior del hombre? ¿La cara? ¿La voz? La cara se hereda, en esa misteriosa conmixtión de rasgos que produce la genética. La voz quizá, pero no el timbre, sino el tono. Hablar bajo o alto, con naturalidad o engreimiento sí depende de cada cual. Después de muchos años de leer a Felisberto Hernández, de conocer a sus hijas –a una, de paso por Barcelona, y a otra en su casa de Montevideo–, a sus nietas, a una de sus cuatro mujeres –la pintora Amalia Nieto, también en Montevideo–, después de leer todos sus libros y de haber pasado muchas horas entre sus manuscritos, ayer le he oído por primera vez. Visor ha publicado dos cuentos de Felisberto leídos por él. He puesto el disco con inquietud, con la misma inquietud con le habría visitado de no haber muerto hace casi medio siglo. Felisberto era un hombre bueno, inseguro, desdichado, además de grueso y lento. Escribió contra sí mismo: contra su incultura literaria, contra su escaso dominio del lenguaje, contra su enfermedad mental. También contra su profesión, porque él era pianista. Pero sentía una irresistible vocación a narrar, y escribió unos cuantos libros, no muchos, algunos publicados a su costa. Apenas conoció el éxito en vida. Su fama ha ido creciendo después. ¿Cómo sería su voz? El temor se ha disipado desde las primeras frases. Es una voz-espejo, una voz que revela al hombre que la emite, una voz de timbre grave y tono de cuidada monotonía, de natural modestia. El humor discreto y tierno de sus relatos aflora en esta lectura carente de toda afectación. Rilke, que llegó a conocer la invención del gramófono, pensó que su mejor destino era la lectura de obras literarias por sus autores, “¡nunca por recitadores profesionales!”.

            Pero el caso de Felisberto no es la regla. No siempre la voz revela al hombre. No puedo olvidar la melopea inexpresiva, plana, de Salinas leyendo los poemas de La voz a ti debida. Quizá la casa. El cuarto de trabajo. Ese es probablemente el mejor  espejo del alma. Pero, ¿y los que en su casa no tienen un cuarto de trabajo, un lugar para el recogimiento de la lectura? ¿Qué les queda para hacer visible el alma?

Felisberto Hernandez al piano

martes, 12 de junio de 2012

PATRICIA VIÑÓ


     Entre los papeles de Julián Ayesta que me dio Hélène cuando murió su marido, había una hoja con el membrete del consulado, una hoja que ya empezaba a amarillear. Ayesta, que  era entonces –año 1983– cónsul en Alejandría, había pegado en esa hoja una fotografía y había escrito debajo, con su letra nerviosa y casi atropellada: Inauguración exposición Patricia Viñó. En la foto está él mismo, con visible sonrisa de complacencia, cortando la cinta. Las demás personas son desconocidas, probablemente miembros de la colonia española. En estos últimos quince años, desde que murió Ayesta, me he encontrado muchas veces con esa fotografía. Patricia Viñó era para mí sólo un nombre. Y hace unos días se me pasaron varias preguntas por la cabeza: ¿quién habrá detrás de ese nombre? ¿qué habrá sido de una pintora española que hace treinta años exponía en un lugar tan lejano y exótico como Alejandría? ¿habrá seguido pintando a lo largo de estas tres décadas o la vida la ha llevado por otros caminos?

     La realidad –ese manso y a veces encrespado torbellino que nos envuelve– lanzó de pronto un destello inesperado: Patricia Viñó exponía en Madrid. Galería Quorum, clausura el 17 de mayo. Era el día 16. Fui precipitadamente a ver la exposición. Patricia Viñó no estaba allí, pero su nombre dejaba de ser sólo unas sílabas para convertirse en algo visible y tangible: allí estaban sus cuadros. Cada uno presentaba a una mujer de cuerpo entero, que miraba al espectador. Todas eran mujeres algo excéntricas –con máscaras, con alas, con sombreros inverosímiles…– pero mujeres de mirada humilde, casi perpleja, a las que la realidad –ese torbellino…– parecía arrollar con su violencia –grandes espirales de luz, fondos de color intenso y barroco como tapices orientales–. Junto a los óleos había también grabados, nítidos, de gran pureza: también mujeres, pero sin fondo. El desvalimiento de las mujeres era aún más visible.

     Primero unas sílabas, luego unos lienzos, y al final Patricia Viñó en persona. Quedamos en una cafetería y nos reconocimos enseguida. Patricia, como las mujeres de sus cuadros, es una mujer fuerte de mirada sencilla, algo perpleja quizá, zarandeada por la realidad –ese torbellino.. – pero que resurge de ella, igual que sus mujeres emergen de las espirales de luz y los fondos de color intenso y barroco. A lo largo de la tarde fue recomponiendo los treinta años transcurridos entre la exposición de Alejandría y su última exposición de Madrid: de una pintura plana, basada más en el contorno que en el relieve y poblada de personajes oníricos, pasó a una pintura expresionista de colores intensos y trazos fuertes, para hacer después una pintura simbólica, más insinuante, más sugerente, más cargada de confidencias y misterios.

     Ahora que conozco ya muchos de sus cuadros, no podría expresar mis preferencias, porque preferir es excluir, y no excluiría nada. Debilidad sí tengo, y es por una de sus obras menores: esta Venus. Tiene una rara perfección formal: es un aguafuerte que tanto en la línea como en la mancha tiene tal pulcritud que parece un dibujo a tinta. La delicada simetría del grabado hace que la Venus sea ingrávida y móvil. Tiene la gracia del malabarista sin perder la gracia de la feminidad. Mira candorosamente a quien la mira. Ella misma parece asombrada de que sus muchos brazos y piernas se lancen al aire sin gobierno y mantengan ese equilibrio perfecto. Tiene además, algunos de los rasgos que veo en Patricia Viñó, en ella misma: equilibro, gracia y asombro.

Patricia Viñó, Venus, aguafuerte y aguatinta.

lunes, 11 de junio de 2012

VECINDAD


    Ha hecho el nido tan cerca del ventanal del despacho que nuestras miradas se cruzan constantemente: al levantarme de la silla, al mover la cortina, al hacer cualquier movimiento brusco. Al principio pensaba que reconsideraría su imprudencia de haberse instalado tan cerca y que se iría más lejos, pero no ha sido así. Ha debido de ponderar las circunstancias: el ventanal no se abre, el humano parece inofensivo y las ramas interiores del árbol son densas y sombrías. Cuando me olvido de ella porque tengo que andar enfrascado en los documentos, se aplasta contra el fondo del nido y cierra los ojos. Cuando paro un momento y me levanto, alza el cuello, gira la cabeza y me mira con los ojos muy abiertos. Procuro moverme despacio. Estamos pendientes del uno del otro. Ella por prudencia, y yo por no perderla, para que no se sienta incómoda y ser vaya. También para evitarle sobresaltos y que esté tranquila.

   Lleva una vida tan solitaria como la mía, y eso hace que nos entendamos. Nadie viene a verla. A veces se posa en el mismo árbol otra paloma, pero se advierte enseguida que es un extraño. No se tienen en cuenta. Ella tampoco busca compañía. Se pasa muchas horas en el nido, se ve que está a gusto sobre esos pocos palos secos que ha reunido.

    La primera mañana que la vi me acordé de la canción de Moustaki,

heureusement qu'il y a de l'herbe dans nos villes polluées
et que la nature est superbe quand telle pousse en secret
un peu d'amour et de soleil suffit a la faire pousser
un peu d'amour et de soleil suffit a la faire pousser

    Sí, menos mal que la naturaleza es más fuerte que nuestra civilización urbana, y que se cuela por cada resquicio enviándonos plantas y pájaros. Qué sería de una ciudad sin trinos y sin el murmullo del viento entre las hojas, una ciudad inmóvil como un cuadro metafísico. Y aunque es verdad que

un peu d'amour et de soleil suffit

qué poco amor les damos, qué ingratos anfitriones somos con esos huéspedes tan delicados y frágiles. Afortunadamente la naturaleza es más generosa que nosotros.

               Mi vecina del registro, fotografiada el 8 de junio

sábado, 9 de junio de 2012

ASOCIACIÓN DE IDEAS


Al leer, uno de estos días, una viñeta de Forges –alguien le decía a Dios Padre “si existes, baja y haz justicia”, y Dios Padre, barbado y desde un trono entre nubes, contestaba “jo, qué pereza”– me he acordado de un gran Cristo románico que hay en una iglesia de la ciudad alemana de Münster. Una de tantas bombas que cayeron sobre la ciudad le arrancó los brazos. Al acabar la guerra podían haber recompuesto los brazos, pero optaron por dejarlo tal como quedó en esa mañana trágica. La imagen resulta de un extraño patetismo. Ahora está en un rincón, junto a la entrada. Suele haber gente en los tres o cuatro reclinatorios que hay delante. Es llamativo que siendo una imagen tullida, amputada, maltrecha, resulte la más acogedora. Podía suscitar el mismo reproche que los soldados le hicieron a Cristo en el Gólgota —¿cómo pretendes salvar a otros si no has podido salvarte tú?—, y sin embargo, no, lo que se piensa es que entiende mejor que nadie los sufrimientos de los hombres. Supongo que los cientos de mutilados que quedaron en Münster tras la mañana del 30 de septiembre de 1944 le verían como uno más, y vendrían a compartir con él, probablemente sin palabras, los mismos dolores.

 Sobre el Cristo amputado de Münster han puesto una frase: Ich habe keine anderen Hände, als die Euren. “No tengo otras manos que las vuestras”.

Caserío medieval de Münster antes del bombardeo

jueves, 7 de junio de 2012

EL DORMITORIO DE LA TORRE


    Si alguien me preguntara cuál es el lugar más bello de Madrid, contestaría que la torre central del edificio de la Real Compañía Asturiana de Minas. Hay muchos edificios madrileños de principios del siglo XX que están rematados por torres acristaladas que albergan una habitación, una sola habitación llena siempre de luz, pero ésta de la Compañía Asturiana de Minas es la más hermosa de todas las torres. Porque ella misma, en su eclecticismo, reúne resonancias de todas las épocas, desde las villas palladianas hasta la primera arquitectura neoyorkina, y porque desde ella se ve lo mejor que puede verse desde las ventanas madrileñas: el palacio real, los jardines de Sabatini, el Campo del Moro, la Casa de Campo, la sierra de Guadarrama, las cumbres de Gredos.

    La Compañía de Minas se disolvió hace tiempo, pero sigue dando nombre al edificio. Después de haber servido a usos diversos, el edificio se quedó sin destino. Toda la belleza de sus ventanales emplomados, sus apliques de bronce, sus lámparas de cristal, sus miradores de hierro y sus cúpulas de pizarra quedó en riguroso silencio, sin nada ni nadie en torno. Las salas, las mansardas, las terrazas, la nave industrial, todo quedó vacío y mudo.

   Pero estos días ha sucedido lo contrario: el edificio de la Real Compañía Asturiana de Minas se ha llenado de cosas y de gentes. No hay un rincón que no esté recargado de objetos y abarrotado de curiosos que se agolpan para verlos. Las cuatro plantas del edificio, y también la nave industrial trasera, están dedicadas, durante dos meses, a albergar una exposición de objetos decorativos. El concepto de objeto decorativo es tan ambiguo –y en el fondo tan absurdo– como el de objeto de regalo, o el de objeto arrojadizo. Cualquier cosa sirve para decorar o para regalar, como cualquier cosa puede servir para lanzarla a la crisma de quien nos ataque inesperadamente.

    Cada sala del viejo edificio se ha encomendado a un decorador distinto, que la ha llenado a rebosar de muebles y de objetos. Predominan los gruesos cortinones que caen lánguidamente, los cojines de todos los tamaños y colores, las bolas de acero, los huevos de avestruz, la vegetación de plástico, la fauna de cristal y de cerámica. Cada sala es como el retrato robot de un delincuente, el semblante inexpresivo de un ser que no existe y que se ha compuesto a base de añadir rasgos anónimos.

    ¿Quién querría convertir su casa un trasunto de alguna de estas salas?  Sería como vivir en una casa ajena, compuesta de cosas que le gustan a otro. Cuánto más bella es la austeridad propia que el recargamiento de los decoradores, y sobre todo, cuánto más expresivas son unas pocas cosas personales que unas pocas o muchas cosas que nada tienen que ver con quien las vive.

   Pero volvamos a la torre. El acierto ha sido colocar en ella el dormitorio. Todo resulta artificial en esta exposición del noble edificio de la Compañía Asturiana de Minas, menos el dormitorio de la torre. Quitando todo lo que hay en ella y poniendo nuestra modesta cama de todas las noches, qué deliciosos amaneceres viviríamos en este lugar único. 

Interior de la torre central de la Compañía Asturiana de Minas