Un entrada que se escribió aquí en el mes de septiembre se ha publicado hoy en El Mundo:
http://www.elmundo.es/elmundo/2012/12/04/andalucia_malaga/1354622639.html
El velador
martes, 4 de diciembre de 2012
sábado, 24 de noviembre de 2012
SOSTENIBILIDAD
El lenguaje es como
un bosque por el que se avanza despejando el camino a hachazos. Y sin embargo,
el ejemplo más elemental de sostenibilidad es el del bosque: cuando se tala,
hay que plantar. En el uso del lenguaje se tala, pero no se planta. Hace poco
ha publicado Bernard Pivot –que fue tan popular por sus programas sobre la
actualidad literaria en la televisión francesa– un libro muy breve que se
titula 100 palabras que hay que salvar.
“Entre todos”, debería añadir el título. Porque se trata, desde luego, de una
tarea colectiva. Entre todos empobrecemos y entre todos debemos enriquecer.
Pero aún así podría ser útil un rescate individual. Porque al fin y al cabo, lo
colectivo es una suma de individualidades.
El diccionario es uno de los libros de
lectura más apasionante. Al abrirlo nos sorprende cuántos rodeos, cuántas
perífrasis damos a lo ancho del día, y cuantas palabras precisas hay en él que
nos servirían de atajo. Además, en el diccionario están –aunque es verdad que
desordenadas– todas las grandes novelas de la historia.
Y no hay que olvidar el episodio que
cuenta Ángel González:
Poesía
eres tú,
dijo un poeta
–y esa vez era cierto–
mirando al Diccionario de la Lengua.
dijo un poeta
–y esa vez era cierto–
mirando al Diccionario de la Lengua.
jueves, 22 de noviembre de 2012
¿QUIÉN NO?
Entre tanta pintada insulsa que
mancha inútilmente las fachadas, me conmueve una que veo desde hace algunas
mañanas camino del trabajo. Sólo dice perdóname.
Las pintadas suelen ser cosa de exaltaciones juveniles, de ascos y rebeliones
frente a un mundo de adultos que resulta –probablemente con razón– repugnante y
ajeno. Pero esta es distinta. Por allí hay varios colegios, y quizá algún
muchacho sensible haya cogido el espray para expresarle algo que ignoramos a una
muchacha con coletas y calcetines caídos que entenderá el mensaje. Es una
confidencia en clave de la que participamos, sin entenderla, miles de conductores y
de transeúntes que pasamos diariamente ante ella.
No, no la entendemos. Entenderla,
propiamente entenderla, sólo lo hará esa muchacha con coletas que se sabrá
destinataria de esa única palabra. Pero aunque no la entendamos, esa palabra nos
conmueve. Probablemente todos nos sintamos interpelados por ella. Probablemente
todos, si fuéramos más jóvenes, si tuviéramos el corazón menos endurecido, habríamos
cogido el espray una noche, y después de mirar furtivamente a nuestro
alrededor, habríamos escrito precipitadamente esa misma palabra sobre una pared:
Perdóname. Nuestra destinataria no
sería una muchacha, rubia o morena, vestida de uniforme, sino un destinatario
más difuso, más universal.
No sé si es cosa de esta
civilización urbana hecha de irritación y de prisa, de cálculos egoístas y de
ventajas cuidadosamente sopesadas, pero lo cierto es que, sin que nadie se dé demasiada
cuenta, se hace daño día tras día. Como en aquel doloroso poema de Luis Felipe
Vivanco (Cantan para hacer daño. Sueñan
para hacer daño. Nacen para hacer daño. Construyen, se alimentan, abren las
puertas, miran y contemplan, triunfan para hacer daño…), se hace daño. Y
esa palabra garabateada en el muro debería brotar de las bocas con espontaneidad.
Como el respirar, o el mirar, o el andar, debería ser una palabra que surgiera instintivamente
en el vivir cotidiano. Perdóname.
Esperemos que las brigadas de limpiadores municipales la indulten, para que siga
interpelándonos.
Fotografía hecha ayer mismo, el miércoles 21 de
noviembre
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martes, 20 de noviembre de 2012
ONTOLOGÍA DEL VELADOR
Uno de los libros más entretenidos de CGR
es el Libro de los objetos perdidos y
encontrados. Pertenece a ese género tan atractivo de los libros sin género,
que son siempre únicos en su especie. Este es un objetario, una sobria
descripción sucesiva de objetos vulgares, muchos de ellos caídos en desuso. ¿De
qué está hecho este libro? No son artículos ni ensayos, dice Ruano en el
prólogo, no son tampoco poemas en prosa, “en realidad no son nada, y sólo
pueden salvarse juntos, como las criaturas a quienes un instinto las hace
agruparse y apretarse”. Nada menos que nada –pequeñas nadas sucesivas, reunidas
y encuadernadas–, nada, la nada, que es quizá el gran ideal literario, como
Flaubert le confiesa en una carta a Louise Colet.
En ese inventario de objetos están los
veladores. He ido al estante a coger el libro sabiendo que estarían, porque los
veladores pertenecen a ese mundo desgastado y sentimental por el que Ruano
sentía especial predilección.
Sí, aquí están los veladores, de los que
el autor hace toda una ontología, zambulléndose en su ser y en sus propiedades,
en su naturaleza, en su origen y en su destino. La cuna del velador es el café,
allí nacen por generación espontánea (“nadie vio nunca una tienda en la que se
vendieran veladores”), y si un particular ha adquirido un velador, es porque ha
llegado a él a través de una genealogía de vendedores que tiene siempre su
origen en un café. Además, el particular que ha acabado siendo dueño de un
velador es siempre, dice Ruano, una persona solitaria y tímida, como solitario
y tímido es el cliente del café que se sienta, no en una mesa, sino en un
velador, que suele estar en una esquina, generalmente en penumbra.
Muchos veladores son objetos con historia,
y deberían estar en un museo. “Algunos veladores estaban hechos de lápidas
sepulcrales, y pasando el dedo por debajo, como falsos ciegos, leíamos sin
querer un estremecedor relieve que decía cielo,
o el niño, o R.I.P., o ese Excelentísimo
mutilado que yo recuerdo y del que quedaba sólo lentísimo. Estos veladores tenían un color inexplicable, cultísimo
y literario: el color de las losas de un cementerio bajo la lluvia, bajo las
muchas lluvias, bajo esa lluvia del cementerio que moja de una manera diferente
a la de los otros sitios”.
Y se imagina uno a CGR en el silencio
solemne de su casona de Cuenca en la que escribió este objetario, ceñido por
su batín de rayas, cigarrillo en mano, construyendo la filosofía de los
veladores, rememorando, como hombre de café, los muchos veladores de Madrid, de
París, de Roma o Berlín en que estuvo sentado, escribiendo o esperando.
El velador es un objeto tan singular que
requiere una cláusula propia en el testamento. Sería un gran error dejar que el
velador se confundiera indiferenciadamente en la herencia. Un velador tiene que
ser legado. “Y dejo el velador a mi buen amigo Juan, por tantas tardes de
confidencias y de recuerdos…”
Un velador cualquiera que, como todos, nació en un
café,
y ahora pasa unos años conmigo
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sábado, 17 de noviembre de 2012
POSTALES LITERARIAS
Julián Gállego fue uno de esos
escritores a los que el lastre de ser otra
cosa –en su caso, historiador del arte– les ha cerrado herméticamente la
puerta de la literatura. Quiero decir de la literatura oficial: la que aparece
consignada en los tratados y manuales. Y sin embargo, qué extraordinaria prosa
la suya, llena de precisión (los que son otra
cosa llevan a veces una mayor exigencia íntima de rigor) y de gracia. Las
obras de su especialidad –sobre Velázquez, Goya o Picasso– son excelente prosa
funcional, pero las obras que escribió al margen de ella –como Apócrifos españoles o Postales– son simple y admirable prosa
literaria.
Postales
es un mosaico de 122 estampas de rincones del mundo: desde Cádiz a Estocolmo y
desde Nueva York hasta Damasco. Julián Gállego ha inventado un género: el de la
postal literaria. En poco más de una
página ofrece una imagen tan nítida de cada lugar, que el lector sale de la
lectura con el aroma, el murmullo, la luz y el relieve impresos en los cinco
sentidos. Al que escribió la contraportada no se le ocurrió una loa más precisa
que afirmar que este libro “se lee de un tirón”. Y es todo lo contrario. Este
libro hay que leerlo como se leen los buenos libros de versos: sólo un poema de
cuando en cuando, para dar tiempo a que cada poema cale en el lector y se pose
lentamente en él.
Pronto hará veinte años que Julián
Gállego presentó mi libro Toledo grabado.
Recuerdo el día exacto –fue un 16 de diciembre–, no porque aquella presentación
fuera un acto memorable –apenas se juntaron dos o tres docenas de curiosos–,
sino porque la víspera había ocurrido un suceso que sí lo era. La presentación fue
en una de las crujías del museo toledano de Santa Cruz. El frío y la niebla del
exterior habían entrado en aquella nave del edificio renacentista. Los
asistentes a la presentación, con los abrigos puestos y las solapas levantadas,
resistieron el acto frotándose las manos y moviendo las piernas. Unas frágiles
sillitas de madera, perdidas en la inmensidad de la nave, sostenían
arriesgadamente los movimientos nerviosos de los asistentes. Nadie había leído
el libro, que se presentaba en ese momento, pero el presentador tampoco lo
había leído. Cuando Julián Gállego terminó de decir sus palabras todos
aplaudimos, porque fueron minuciosas y brillantes, aunque se referían a otra
cosa, probablemente más interesante que aquel libro que estaba también presente
e intacto en una mesita, igualmente frágil.
Al releer estos días algunas páginas de Postales, llenas de humor inteligente, me he acordado de aquel episodio, que sólo puedo recordar con una sonrisa. Y con agradecimiento.
jueves, 15 de noviembre de 2012
OTOÑO
Para
él no es la primavera el tiempo de resurgir, sino el otoño. Atrás queda la
plenitud arrolladora del verano, que se basta a sí misma, y llega el otoño, que
parece reclamar la intervención del hombre. La naturaleza se hace frágil, débil,
menesterosa. En ese espacio que el otoño le abre, el hombre debe reflexionar,
decidir, actuar.
En un volumen que
supera las cien páginas, se han reunido los poemas y las cartas de Rilke en los
que el poeta habla del otoño, pero toda su obra es otoñal: toda ella está iluminada
por esa luz sutil y transparente del otoño, y tiene los infinitos matices de
color de esa estación.
Varios
poemas de Rilke tienen el mismo título, Otoño,
pero este es uno de los más consoladores. El gesto de las hojas al caer es triste,
desde luego, pero no es azaroso. En uno de sus libros de prosa escribió Rilke:
“El paisaje es algo preciso, no hay azar en él, y cada hoja que cae hace que se
cumpla una de las mayores leyes que rigen el cosmos”. Ya es consolador, desde
luego, que no estemos expuestos al capricho del azar. Las hojas que caen
parecen estarlo, pero tampoco es cierto. Rilke añade aquí algo más en los dos
últimos bellísimos versos: otro motivo de consuelo que es difícil de expresar
con mayor sencillez y con mayor hondura.
Traducir
es una tarea casi infinita. Cada traducción es un intento que es superable por
otro. No se debería decir nunca he
traducido, sino he intentado traducir…
Hace años traduje –intenté traducir– este poema, y ahora he hecho un nuevo
intento.
Otoño
Caen las hojas, y parece que llegaran de lejos,
como si en el cielo se fueran marchitando jardines
muy lejanos;
caen y dicen con su gesto: no.
Y en las noches cae, pesada, la tierra,
entre las estrellas, en la soledad.
Caemos todos. Esa mano cae.
Y mira las otras: todas caen.
Pero Alguien sostiene la caída
con dulzura infinita entre sus manos.
R.M.R. Herbst, Frankfurt 2012
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