sábado, 7 de julio de 2012

UNA VISITA


     Para llegar a Alcazarén hay que pasar por un pueblo que se llama Pozal de las Gallinas. Un poco más allá, un letrero desvía a Moraleja de las Panaderas; es un letrero inútil, a menos que el viajero quiera ver ruinas: es un pueblo abandonado. Esta Castilla del norte se parece aún en algo a su hermana del sur: hay páramos amarillos, cerros calizos, arroyos secos. Pero junto a Alcazarén hay un gran bosque de pinos marítimos, con densas copas redondas, que no se vería en la Castilla meridional, en que los pinos laricios parecen extender con desgana sus ramas desiguales al sol implacable del verano. Alcazarén tiene setecientos habitantes, dos iglesias, una de ellas cerrada, pero habitada en su torre por cuatro familias de cigüeñas, y un silencio que apenas rasga algún trino aislado, porque también los pájaros parecen sobrecogidos por la quietud.

     La primera casa de Alcazarén es la del escritor José Jiménez Lozano. Tiene su importancia eso de que sea la primera, porque si estuviera en el centro del pueblo, tendría ya algo de convivencia obligada, aunque en Alcazarén no haya vecinos por la calle, ni voces, ni puertas entreabiertas por las que pudiera adivinarse la vida. La casa de Jiménez Lozano es en realidad dos casas, aunque la segunda no sea propiamente casa, sino la cabaña de un eremita, tal como la construiría un albañil castellano: de ladrillo, con desván y con una escalera enlosada y sin barandilla. Abajo hay una mesa junto a la ventana, y arriba libros, sólo libros, miles de libros en estantes de madera ligeramente alabeados.

     Entre la casa y el eremitorio hay una praderita con gruesos álamos blancos, y en las paredes encaladas, dos azulejos: en uno dice, en griego, que el heraldo de la primavera es el ruiseñor; en el otro hay unos versos de Emily Dickinson,

Si yo ya no viviera,
cuando los petirrojos vuelvan,
dadle al de la corbata roja
una migaja de mi recuerdo.

     El ruiseñor y el petirrojo no están nombrados aquí, en esta praderita verde, por ningún afán esteticista, sino porque son, con los gorriones y alguna curruca, los únicos seres que habitan el lugar. Y las gallinas. Porque junto a la casa hay un corral con gallinas. Es importante reseñar que esos dos azulejos no están a la altura de los ojos, para que los visitantes los lean, sino en bajo y con letras pequeñas, porque importa lo que dicen por sí mismos, los lea alguien o no.

     Aunque se conozca la obra entera de Jiménez Lozano, para entenderle bien hay que venir a Alcazarén y oírle durante unas cuantas horas. Porque él ha escrito que “la vida retirada en el campo no es una elección horaciana, es una resultante de elecciones prácticas sin ninguna clase de ingrediente literario o filosófico”. Pero eso, aunque dicho por él, que sólo dice verdades, verdades como puños –su conversación es una verdad tras otra, dichas todas con llaneza y naturalidad–, no es toda la verdad. Después de oírle durante unas cuantas horas se descubre que su vida en Alcazarén no es el resultado de una elección. Sencillamente: Jiménez Lozano no podría ser quien es si no estuviera aquí. Es una necesidad. Su mundo no es el de la vida social, el de la convivencia urbana –con sus convencionalismos, sus apariencias, sus valores entendidos–, sino el de la ingenuidad primigenia de la naturaleza, el de las verdades insoslayables del hombre que está en soledad  ante sí mismo.

     Cuando nos íbamos, nos dijo que el pasaje del génesis en que se cuenta la creación del hombre está mal traducido, y que lo que dice el original hebreo es que entonces Jehová formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló sobre él, y le dio rostro. También nos dijo que Azorín necesitaba una irrigación cada vez que tenía que hacer de vientre, y por eso no viajaba, y salía poco de casa. Y que el Gran Inquisidor Valdés, que anduvo por estos campos de Valladolid, preparó su tumba cuando era muy joven, y que ya entonces le hizo el encargo de su estatua a Pompeyo Leoni. Y después nos despidió, moviendo los dos brazos en alto, detrás de la cancela.

José Jiménez Lozano, el miércoles pasado, 4 de julio

jueves, 5 de julio de 2012

UNA FOTO Y SU SOMBRA


    En esta fotografía interesa tanto la imagen de los personajes retratados como la sombra de quien los retrata. Es posible incluso, conociendo el sentido del humor de retratista y sus travesuras infantiles, que éste hubiera querido convertir su sombra en un personaje más de la escena. La cosa es que en la fotografía, aunque parezca a primera vista que hay dos personajes, en realidad hay tres: el poeta Jules Supervielle, su mujer Pilar Saavedra y la sombra de Felisberto Hernández. Y si nos ponemos un poco metafísicos, tendríamos que admitir que hay varios personajes más, porque Supervielle, al autorretratarse en los versos de Un poète, escribió que

yo no voy siempre solo al fondo de mi mismo
sino que a veces llevo a otros seres conmigo.

    Y esos otros personajes están de algún modo presentes –también– en la fotografía a través de esa sonrisa ensimismada de Supervielle. Pero, ¿quiénes son esos otros seres que el poeta lleva consigo? Eran los amigos, tanto los vivos como los muertos –qué pocos poetas, como Supervielle y Rilke, han sentido tan presentes a muertos–, y también esos otros amigos a los que no conocía, pero de los que se sentía próximo, hasta el punto de dedicarles uno de sus mejores libros de madurez, Amis inconnus. Supervielle podría haber dicho, como Novalis, “vivimos en soledad con todo lo que amamos”, y no sé si es interpretar demasiado una sonrisa, pero todo eso está en la foto: porque el poeta, aunque está junto a su mujer, está dentro sí mismo, ensimismado, solo, mirando al infinito, sintiendo la compañía de esos otros seres.

    Supervielle es un caso peculiar de poeta en dos mundos: el americano y el francés, el realista y el surrealista, el visible y el invisible. Y todo con esa sonrisa de hombre bondadoso y seguro que revela que, a pesar de estar en tantos mundos opuestos, sabe muy bien dónde está. Porque, ¿quién sabe mejor dónde está, el que tiene los dos pies en la tierra, o el que vive –en equilibrio inestable– con un pie en cada mundo, el visible y el invisible?

    Se explica uno muy bien que cuando Rilke y Supervielle se conocieron sintieran una amistad inmediata. Porque, en realidad, no es que se conocieran, es que reconocieron: los dos eran habitantes simultáneos de ambos mundos. Rilke y Supervielle se vieron por primera y última vez en París, a principios de 1925. Unos meses después, Rilke escribió en una carta algunas frases que podía haber firmado Supervielle: “La vida y la muerte son una sola cosa. Admitir la una sin la otra, sería una limitación que, en definitiva, excluiría todo lo infinito. La muerte es el lado de la vida que no da hacia nosotros, el lado que no está iluminado: debemos alcanzar la máxima con­ciencia de nuestro existir, que reside en ambos ámbitos ilimitados y se nutre inagotablemente de ambos... La verdadera vida cruza a través de ambos ámbitos, y la sangre de la circulación suprema se abre paso a través de ambos: no hay ni un acá ni un allá, sino la gran unidad. Y unos meses más tarde, cuando Rilke sintió la inminencia de la muerte, a quien dirigió una de sus últimas cartas fue a ese amigo fugaz y definitivo, Jules Supervielle, para decirle: “Gravemente enfermo, dolorosamente, miserablemente, humildemente enfermo, pienso en usted, poeta, y al hacerlo, pienso en el mundo, que no se da cuenta de que no es más que un pobre fragmento de un gran jarrón…”.

    Cuando Rosa, la nieta de Felisberto Hernández, se fue de España, me dejó algunas cosas de su abuelo, porque no le cabían en la maleta: la gramática de español con la que Felisberto pretendía mejorar el lenguaje de sus cuentos, varios programas de sus conciertos, y algunas fotografías; ésta es una de ellas. Cosas que, desde luego, habrían cabido en cualquier equipaje. Y es que Rosa vive también en ambos mundos. 

Jules Supervielle y su mujer, en el patio de su casa en Montevideo. Fotografía de Felisberto Hernández del año 1943

martes, 3 de julio de 2012

UNA PARTITURA BARROCA


     El pueblo está casi todo el año cubierto de nieve, pero el frío lo aplaca una claridad luminosa que viene del cielo intensamente azul y los tejados, casi verticales, en los que reverbera el sol. Las casas tienen largas filas de geranios rojos y los vecinos andan despacio para no resbalar en las aceras heladas. Al pueblo se llega por una carretera estrecha y sombría, que va serpenteando por un escarpado bosque de abetos.

     Hay una cancioncilla que es casi un trabalenguas y que cantan los niños en el colegio,

Ob er aber über Oberammergau
oder aber über Unterammergau
oder aber überhaupt nicht kommt.

     Que si viene, que si no viene, que si viene del pueblo de arriba o viene del pueblo de abajo. Cuando se va a Oberammergau se entiende la canción. Hasta que alguien no aparece en mitad del pueblo, no sé sabe si ha venido ni de dónde ha venido, porque el pueblo es como una isla rodeada de un denso bosque oscuro.

     En Oberammergau todos tienen la misma profesión. Todos son tallistas. De generación en generación se van transmitiendo el oficio. También en esto el pueblo es una isla. En mitad de un mundo industrializado, de producción en serie, los tallistas de Oberammergau se pasan la vida entera inclinados sobre pequeños tacos de madera, armados con azuelas, raspines, gubias, cuchillos, limas y punzones. De sus manos no salen nunca dos figuras iguales, porque cada una tiene la forma y la inspiración del momento. Los tallistas, como los xilógrafos –debe de ser cosa que da el trabajar la madera–, son gente ingenua y paciente. Cuando han terminado de esculpir la figura, la recubren con finísimas láminas de pan de oro. También el oro brilla de manera especial en Oberammergau. El brillo del oro, la oscuridad del bosque, la nieve en los tejados, los geranios rojos, todo forma una pequeña partitura barroca, una música sin pentagrama en un pueblo que está siempre sumido en el más riguroso silencio. Sobre el pan de oro pintan con pinceles casi invisibles los detalles minúsculos de las figuras: el encaje de un vestido, la diadema que adorna una frente, el borde de una túnica, los rasgos de una cara.

     Me he acordado hoy de Oberammergau porque a veces, en este Madrid caliente de los primeros días del verano, la memoria veranea –como tituló González Ruano uno de sus mejores libros–, y porque siempre –también ahora cuando escribo– hay unos ojos que apenas veo y que sí me ven, al fondo de esta habitación donde paso tantas horas, unos ojos que parecen mirar al infinito y, sí, quizá sea al infinito donde estén mirando. Esos ojos los pintaron en Oberammergau. 

Talla policromada de Oberammergau

lunes, 2 de julio de 2012

UNA ESTAMPA MINIADA


     Varios amigos acompañamos a José Antonio Muñoz Rojas a recoger el premio de poesía Reina Sofía, que le entregaba la reina en el paraninfo de la universidad de Salamanca. Hace de esto ya varios años. Habló el rector, habló el poeta premiado y habló la reina. Cuando terminó el acto, apagaron las luces, pero era una mañana luminosa, y la gran sala, sin focos ni lámparas encendidas, quedó en una penumbra clara. Fueron saliendo todos, y los últimos en salir fueron la reina y el poeta José Hierro. En ese momento las luces ya estaban apagadas. Apenas se oía el murmullo lejano de las voces. La sala estaba casi en silencio. Hierro llevaba en una mano una maleta gris con la botella de oxígeno, y unos tubos transparentes le recorrían la cara. Entonces retrocedió unos pasos, se agachó, cogió una rosa de un jarrón que habían puesto en el suelo, al pie de la gran mesa presidencial cubierta de terciopelo rojo, se dirigió a la reina, y le dio la rosa sin decir ni una sola palabra. La reina sonrío, pero tampoco dijo nada. Los gestos mudos, las sonrisas, el esfuerzo del poeta al agacharse, la delicadeza de la reina al coger la flor, todo hizo que aquella escena tuviera la nitidez y la gracia de una pequeña estampa miniada de un códice medieval.

     Me he acordado ahora de aquella escena –apenas nada, unos gestos que se habrían disuelto en el olvido–, por la publicación reciente de una bellísima antología de José Hierro ilustrada con sus propios dibujos, sobre todo con innumerables autorretratos, que eran su verdadera especialidad. Dominaba su cabeza de tártaro o de mogol, con el bigote denso y los ojos orientales, que luego llenaba, sobre la aguada de fondo, con rayas y colores inverosímiles. Hierro de frente o de perfil, Hierro con la cabeza derecha o ladeada, un solo Hierro o innumerables Hierros al fondo, enmarcados, y uno grande en primer plano. El libro lleva un prólogo de Francisca Aguirre, tan buena escritora, siempre en una discreta retaguardia, que traza una semblanza del poeta que sólo ocupa medio renglón: “No he conocido a nadie tan consciente de lo que era vivir”.

     De una antología puede decirse siempre que faltan cosas, porque cada uno de los lectores haría una selección distinta. Esta es casi perfecta. El casi es por alguna ausencia de algunos sus poemas musicales, los Acordes a Tomás Luis de Victoria, o el Homenaje a Palestrina, que tan severamente reproducen el rigor de la polifonía renacentista.

     Guardo del poeta José Hierro algunos recuerdos a los que vuelvo de cuando en cuanto, y este dibujo que me regaló:

Dibujo de José Hierro, de mayo de 1998

sábado, 30 de junio de 2012

UN RUMOR DE PALABRAS


     En un rincón de su ingente obra, no sólo jurídica, sino también literaria, ha dejado una definición original del derecho: un rumor de palabras. Es un gran jurista, quizá el que más impronta ha dejado en la legislación a lo largo del último medio siglo. Ahora, inclinado por el peso de la edad, trata de mantenerse erguido con la ayuda de un bastón, pero no pierde la sonrisa bondadosa de siempre. Ha sido un gran montañero, en sus años juveniles por los Picos de Europa y en su madurez por las cumbres de Gredos. Le apasionan los testimonios de esos hombres que en el silencio de las alturas escalan, al límite del esfuerzo, las más altas montañas del mundo.

     Un rumor de palabras. El alpinista tiene picos, amarres, sogas, pero el jurista sólo tiene palabras: las de la ley, las del juez, las del documento, las del alegato forense. La justicia es una cumbre que sólo se escala con palabras.

     El gran jurista ha escalado la cumbre de la justicia y muchas cumbres de las cordilleras españolas. En la soledad de las alturas es donde ha sentido en plenitud la grandeza del espíritu. Tiene predilección por los versos que Unamuno dirigía a Gredos,

Que es en tu cima donde al fin me encuentro,
aquí siento palpitar mi alma,
aquí, me siento,

porque ha sido en las paredes verticales de Gredos, sujeto el arnés con cuerdas a otros hombres que le precedían y seguían, donde ha sentido, en instantes fugaces, la esencia de la vida, que es a la vez soledad y compañía, reflexión y diálogo.

     En Gredos se celebraron también, en años en que el pensamiento español era más cerrado y oscuro, las luminosas conversaciones que organizaba don Alfonso Querejazu, diplomático y sacerdote. Quienes participaban en aquellos coloquios, que se desarrollaban libremente entre el blanco de la nieve y el amarillo de los piornos, han muerto casi todos: el primero en morir fue don Alfonso; el último José Antonio Muñoz Rojas. El gran jurista es el único superviviente.  Podría contar mucho de la historia de España, pero probablemente no lo haga ya. La revolución de Asturias de 1934 le dejó una gran cicatriz que arrastra desde la adolescencia. Es el primer capítulo de una larga serie en que ha sido protagonista de excepción.

     Todos los lunes, para entrar en el salón de Plenos, los académicos van andando, uno tras otro, en fila, a lo largo de un pasillo estrecho. El lunes pasado,  al verle delante, en ese desfile parsimonioso por el pasillo, tratando esforzadamente de mantener la verticalidad, me acordé del verso de Unamuno

Que es en tu cima donde al fin me encuentro,

porque también allí, en aquel pasillo angosto, le vía en la cima, en la cumbre de una vida dedicada a ascender por el muro vertical de la justicia.

     Algunos lunes, mientras escuchaba al ponente, el gran jurista hacía dibujos, algunos muy sencillos, y otros con recargadas escenas de montañas y nubes. Luego los dejaba allí, sobre la mesa. Son el testimonio ingenuo de una de las mentes más preclaras de nuestro tiempo. 
Dibujo de Eduardo García de Enterría

jueves, 28 de junio de 2012

COMPAÑEROS DEL ÚLTIMO VIAJE


Ya no son tiempos de avergonzarse de los burros. Quedan pocos, han perdido el trabajo, no tienen sentido en una sociedad mecanizada. Se extinguen. Antes, cuando eran varios millones, cuando cada labrador tenía el suyo, los hombres sentían vergüenza ajena: movían tontamente las orejas puntiagudas, eran tercos, sus rebuznos eran desafinados e intempestivos, se paraban de pronto, sin motivo, y sólo a golpes reanudaban la marcha. Ahora quedan pocos. En algunos pueblos se hacen subastas anuales, pero muchas veces quedan desiertas. No hay nada más triste que un burro desairado. Pero, ¿para qué vale hoy un burro?

Otra prueba de la vergüenza que los hombres han sentido hacia los burros la dan los traductores. Uno de los más bellos poemas de Francis Jammes es la Prière pour aller au paradis avec les ânes. Se ha traducido varias veces, y los traductores han eludido pudorosamente hablar de los burros. Oración para ir al cielo con los borricos / con los asnos / con los jumentos… Al margen de ese poema, que fue decisivo para la existencia de Platero y yo, Juan Ramón Jiménez escribió: “bellísimo”. Se puede ver en el libro que perteneció al poeta y que ahora está en su casa-museo. A Platero no dudó en llamarle, cada vez que hacía falta, burro.

Una vez que comíamos –en un restaurante que se llamaba, por cierto, Paraíso– el editor Manuel Borrás, el poeta José Antonio Muñoz Rojas y yo, Borrás comparó la belleza de Platero y yo con la de Las cosas del campo. Y José Antonio me dijo entonces por lo bajo: “…pero lo mío sin burro”. Entendí lo que quería decir: que sus estampas de Las cosas del campo se sostenían por sí mismas, sin la ilación que facilitaban las andanzas de Platero.

Pero esa frasecilla dicha por lo bajo se puede generalizar. Ya no hay burros en la poesía. No hay apenas versos bucólicos y sentimentales. Eso no es bueno ni malo. Es lo que es. Cada época tiene sus preferencias.

Ya he dicho que la Oración para ir al cielo con los burros se ha traducido varias veces. Traducir –se ha escrito alguna vez– es coger una partitura e interpretarla con el instrumento de cada traductor. Hay quien tiene un stradivarius y quien tiene un caramillo. La partitura siempre es la misma, pero el sonido cambia. Lo que yo toco quizá sea el caramillo. Pero es un instrumento pastoril e ingenuo que no le va mal a la oración de Francis Jammes. Soplando en él sonaría así:

Cuando haya que ir a Ti, Dios mío, a ver si haces
que sea un día en que el campo esté de fiesta
y brille el polvo. Quisiera, igual que he hecho aquí abajo,
elegir el camino –el que a mí más me guste– para ir
al Paraíso, donde alumbran, a plena luz, las estrellas.
Cogeré mi bastón y por el gran sendero
caminaré y les diré a los burros, mis amigos:
Soy Francis Jammes y voy al Paraíso,
porque no hay infierno en el reino de Dios.
Y les diré: Venid, dulces amigos de los cielos azules,
pobres bestias queridas que de un brusco movimiento de orejas
espantáis a las moscas, los golpes, las abejas…

Que aparezca ante Ti en medio de los burros,
a los que amo tanto porque tan dulcemente
bajan la cabeza, y al pararse juntan sus patitas
de un modo tan dulce que Te apiadas de ellos.
Llegaré rodeado de millares de orejas,
seguido de los burros que cargan con cestos a los lados,
y de esos otros que tiran de los coches del circo,
coches adornados con plumas y hojalata,
y de esos que llevan bidones abollados al lomo,
de las burras hinchadas como ostras, con sus pasos quebrados,
y de esos otros que llevan pequeños pantalones
a causa de sus llagas supurantes y azules que han abierto
las moscas pertinaces que están siempre acechando.

Haz, Dios mío, que llegue a Ti con los burros.
Que en medio de tu paz los ángeles nos lleven
hacia arroyos frondosos donde tiemblan cerezas
tersas como la carne risueña de las niñas,
y que una vez allí, donde habitan las almas,
cuando incline mi cuerpo a las aguas divinas, sea como los burros,
que verán reflejada toda su pobreza, tan dulce
y tan humilde, en la pureza del amor eterno.