martes, 5 de junio de 2012

DÍAS SIN TIEMPO


    Al poco de llegar a Viella, su primer destino profesional –de eso hace ya muchos años–, cayó enfermo y estuvo una semana tumbado en una habitación sin muebles. Aquella habitación desnuda sólo tenía una ventana circular en lo alto. Durante toda la semana nevó, día y noche, sin un momento de interrupción. Eran copos grandes y mansos, que caían lentísimos, con un tesón que parecía inagotable. Desde la cama sólo veía, por la ventana circular, la torre románica de la iglesia y la nieve, siempre blanca, de día y de noche, de día sobre el fondo gris y de noche sobre el fondo negro, iluminados los gruesos copos por las farolas de la calle. Sólo en aquellos días –en ningún otro momento de su vida–  sintió detenerse el tiempo. Antes, en los años de infancia y primera juventud, el tiempo no existía. Después el tiempo empezaría a ser cada vez más visible, hasta convertirse en una realidad acuciante. Pero aquellos días transcurrieron al margen del tiempo. Tenía por delante, pero aplazados por la inmovilidad, una profesión nueva, un paisaje nuevo –las cumbres pirenaicas frente la llanura castellana–, unas gentes nuevas que de algún modo le esperaban –frente al aislamiento de los años de estudio–. Recordar aquellos días sin tiempo le produce una hiriente nostalgia. Porque la sensación de que el calendario se había detenido era una ficción absoluta, era igual que ese instante en que el tren de la montaña rusa parece detenerse sobre el abismo, y sin embargo va emprender al instante siguiente la más vertiginosa caída.

Torre de la iglesia de san Miguel, en Viella

lunes, 4 de junio de 2012

LEYENDO A RIBEYRO


A cierta altura de la vida se busca en los libros un valor probablemente ajeno a la literatura: que sean acogedores. Detrás está la misma razón por la que, a esa altura de la vida, se detiene uno a elegir, entre los varios asientos posibles de una habitación, el que parezca más cómodo. A cierta altura de la vida gusta menos la intemperie y más el refugio.

El diario de Julio Ramón Ribeyro es uno de esos libros acogedores. Tenerlo entre las manos produce la misma alegría contenida, la misma sonrisa involuntaria con que pasamos de un exterior inhóspito a un interior confortable. Quizá porque Julio Ramón Ribeyro habla en voz baja, en tono confidencial, porque su casa tiene sólo tres habitaciones y muchos libros, porque suena al fondo una música barroca –Vivaldi la mayoría de las veces, suavemente–, y porque nos asomamos con él al balcón que se abre a la modesta plaçe Falguiére, donde crecen una débiles acacias y donde tres o cuatro clochards comparten ceremoniosamente una botella de vino. Pero sobre todo porque Ribeyro es un hombre solitario, y nos deja compartir su soledad mientras mantenemos la nuestra, en la sola compañía del diario.

Quizá también porque Ribeyro es un hombre pálido, como nosotros, con insomnio, como nosotros, que en los paseos de última hora de la tarde acaba siempre en alguna librería del barrio, como nosotros. Y porque es un hombre de pesimismo alegre, con una alegría contemplativa, mansa, que envidia la alegría activa de los otros.

Porque no da gran valor a los pequeños triunfos y sin embargo se detiene a analizar sus desánimos, los largos días sin escribir una sola línea, las dificultades para terminar un cuento, los esbozos que no acaban en nada, el sueño de un libro imaginado y bellísimo que nunca llegará.

También porque leer el diario de Ribeyro es como leer sus cuentos, porque él mismo parece un personaje más de los que inventa, tierno y ridículo, pasando frío y hambre porque le han cortado la luz y el gas, embozado en su abrigo por los pasillos de su propia casa, pero siembre con la música barroca al fondo y la sonrisa de quien sueña con otra vida, en otra casa, amplia y luminosa, frente al mar.

Y también porque asistimos, entre tanta desolación, a una lucha insignificante y magnífica, la de su prosa ceñida y exacta. “Quién, Dios mío, comprenderá que cada palabra que he escrito he tenido que pensarla laboriosamente y la he puesto sin dejarme vencer casi nunca por la facilidad. Cuántas horas de una vida, a cuya seducción he sido tan sensible, he tenido que sacrificar por alinear una palabra tras otra, sin ninguna esperanza de recompensa ni de éxito, atento sólo al veredicto de mi propia conciencia, sin otro premio tal vez que la satisfacción de haber obrado bien. Así, escribir es un acto profundamente moral, donde estética y ética se confunden”. 


sábado, 2 de junio de 2012

BUSCANDO A RIBEYRO


Una de esas tardes en que la puesta de sol parece no terminar nunca, en que las casas, las aceras y las gentes van tomando un color dorado cada vez más intenso, hasta hacerse rojo, y el rojo dura luego una infinidad, y aunque se va volviendo primero cárdeno y luego gris, la oscuridad no llega, una de esas tardes, en que además hace un calor sofocante y el ambiente es húmedo y pegajoso, y al sudor se une la desesperación y el cansancio, estuvimos buscando por los barrios costeros de Lima la casa de Julio Ramón Ribeyro. Y no sólo no aparecía la casa, sino tampoco la calle, ni los bloques blancos sobre el acantilado donde estaba su apartamento, y los transeúntes no ayudaban nada –“Ah, sí, Ribeyro”, dijo uno, “le conozco, es un señor que baila salsa”–, los pocos transeúntes que se dejaban asaltar desde la ventanilla del coche no conocían ni de nombre a uno de sus compatriotas más ilustres. Aunque pasado el ardor de la búsqueda y el tiempo, se entiende mejor que no le conociera nadie, porque donde vivía Ribeyro era en París, y sólo de cuando en cuando iba a Lima, y allí se encerraba para paladear esas lentas puestas de sol sobre el Pacífico.

Optamos por buscar la casa del hermano muerto, porque al menos era un muerto al que sus vecinos conocieron, y nos adentramos en esa otra Lima que hierve de humo y ruido, que no es ni la plácida ciudad que se asoma al acantilado ni la vetusta ciudad colonial, sino la moderna, ajetreada y bulliciosa. Encontramos al fin la casa, que era como un oasis, una pequeña villa con jardín, la casa familiar en la que se quedó a vivir el hermano y en la que ahora vive su viuda. A esa casa familiar venía a vivir Julio Ramón Ribeyro cada vez que volvía de París, y allí, en el sótano, recuperaba a los amigos de juventud en largas charlas que se adentraban en la noche y llegaban a veces en la madrugada. El sótano es hoy un pequeño museo del escritor, un museo no público sino íntimo, un homenaje de la cuñada a los dos Ribeyros, tantos años unidos sólo por el hilo constante del epistolario tendido entre París y Lima. Fotografías cuidadosamente alineadas en las paredes, primeras ediciones agrupadas en los estantes, las sillas aún en círculo, y una gran cabeza del escritor a la que han puesto en los labios —con humor póstumo y macabro— ese pitillo que le llevó a la muerte, y que él convirtió en tema de algunos de sus mejores cuentos.

En un cajón estaban, cuidadosamente ordenadas por fechas, las cartas, que fueron ilusionadas mensajeras de la vida y ahora eran mudos jirones de la muerte. La viuda del escritor le había prohibido a la viuda del hermano que las siguiera publicando. Lo que era sólo un intento ilusionado de resucitar a los dos Ribeyros se había convertido en una amarga diatriba jurídica. “Pero ¿de quién son las cartas?”, me preguntó la viuda de Lima, “¿de quien las manda o de quien las recibe”?, y a la vuelta escribí sobre ese asunto jurídico, al modo de Kafka, un Informe para la Academia, que se publicó poco después.

Cabeza de Julio Ramón Ribeyro en la casa familiar de Lima