C'est une belle histoire.
C'est une romance d'aujourd'hui,
y el cantante repetía luego, en un tono más alto, “d'aujourd'hui”. Alguna vez he escrito sobre ella. Coincidimos un verano al sur de Francia, haciendo un curso de literatura francesa. Las clases eran pocas, y el tiempo de paseo mucho, tanto que algunas tardes resultaba inacabable. Y hacía un calor de bochorno, casi tropical. Entrabamos en los bares para matar el tiempo, nos refrescábamos con Orangina, en su gruesa botella de cristal con forma de naranja. Y poníamos todas las veces en aquellas gramolas de los años cincuenta que aún sobrevivían, la misma canción:
C'est un beau roman.
C'est une belle histoire.
C'est une romance d'aujourd'hui,
y el cantante repetía, en un tono más alto, “d'aujourd'hui-hi-hi”. También ellos habían pasado un verano juntos, pero luego, “il rentrait chez lui, là-haut vers le brouillard, elle descendait dans le midi” (y el cantante repetía “le midi-hi-hi”), y nosotros también volvimos definitivamente al acabar aquel mes de julio, ella hacia su isla y yo a Madrid. Sí, definitivamente. No he olvidado –no he podido ni querido olvidar– su nombre ni el color oscuro de su piel, sutilmente curtida de mil brisas mediterráneas. Y no he vuelto a saber nada de ella hasta hoy mismo, varias décadas después, ha sido una única huella en ese rastro oscuro que dejan a veces los rastreadores de internet: la ha echado de su casa un juez, por desahucio, una ejecución hipotecaria…